lunes, 30 de octubre de 2023

Kalavinka


Si alguien me preguntara, no dudaría en admitir que mi forma natural de expresarme es la escrita; que a diario tropiezo con las palabras cuando se trata de hablar mientras que descubro mis propios pensamientos a partir del movimiento de mis manos sobre un teclado. Diría que ha sido así siempre, que rara vez entiendo mis propios procesos antes de haberme sentado a dejar las palabras fluir por su propia cuenta.

Sin embargo, o quizá a causa de esto, está siendo muy complicado arrancar con este texto que me lleva quemando una semana pero no encuentra las expresiones correctas.

Hay algo sobre las partidas de los héroes que deja una tristeza difícil de localizar, profunda e imprecisa, un poco culpable. Como si no tuviéramos derecho a sentirla por no haber tratado a esas personas o no haber sabido realmente quiénes eran.

Pero yo sé quién era para mí Atsushi Sakurai y sé que hay una tristeza que ahora le pertenece con la que voy a convivir en adelante.


Si tuviera que encontrar precedente para lo que vengo sintiendo desde el martes pasado, cuando me desperté y lo primero que vi en el móvil fue un texto explicando que el vocalista de BUCK-TICK había fallecido; sin duda, esta partida me ha dejado un vacío similar al de David Bowie, aquella otra mañana que amanecí con la radio dando la noticia terrible. Hay artistas que, por su legado y por cómo han sido absolutos pioneros que han marcado a generaciones enteras de otros artistas, te dejan huérfano cuando se van. 

Cuando murió David Bowie, escribí en Instagram: "No creo en un mundo sin David Bowie". El martes pasado, con las manos temblando, el corazón latiendo muy pesado y en un estado de shock que aún arrastro, sólo pude escribir: "No creo en un mundo sin Atsushi Sakurai".

Hay figuras sin las cuales todo lo que vino después en nuestras vidas se tambalearía. 


Atsushi era un ARTISTA, así, en mayúsculas, con todas las letras y una rotundidad innegable. Era un visionario. Un tío con las influencias muy claras y un estilo maleable, pero definido. Un animal escénico, con un carisma arrollador, sexy y dueño de ello. Una de las personas francamente más hermosas que he visto en mi vida. Un escritor de gran talento, capaz de hacer poesía de cualquier trivialidad. Un hombre que en las grabaciones de estudio y plató desprendía una energía muy chill, buenrollera y tranquila. Un cantante con una voz y forma de cantar personales y reconocibles, con un tono ligero pero profundo y poderoso, siempre vibrado, capaz de divertir y sorprender y emocionar.

Atsushi era alguien que no tenía que morirse. Atsushi debía estar con nosotros mucho, muchísimo más tiempo.


Me he pasado la semana escuchando la discografía de BUCK-TICK (que fue uno de mis primeros grupos japoneses y sigue pareciéndome de los más originales y entretenidos de seguir), redescubriendo matices y dinámicas en temas que llevaba tiempo sin oír y volviendo a enamorarme de su último disco, que salió hace apenas unos meses. He escuchado la voz de Atsushi mientras conducía, cuando paseaba por la playa y se empastaba con las olas, y a las cinco de la mañana en medio de un episodio de insomnio. Se me han caído las lágrimas varias veces, he encontrado una profunda nostalgia en sus melodías y me he dado cuenta de que BUCK-TICK es como mirar el mar.

Pensaba en sus primeras influencias. Las del grupo y las de Atsushi. En el new wave y los new romantics ingleses, en David Bowie, en Duran Duran, en Bauhaus, en aquel post-punk tan expresivo. Se me vino a la cabeza la figura de Pete Burns, que tenía muchas de las cosas que también hacían hipnótico a Atsushi, y que encontró un final tan trágico; Burns, como Atsushi, se fue un mes de octubre a los 57 años. Mucho antes de lo debido. Dejando tras de sí la constancia de que había nacido para estar encima de un escenario.


Ya el fin de semana, en una escapada sanadora a Zamora, elegíamos música para el coche entre mi amiga y yo. Rara vez coincidimos en gustos, pero la sugerencia de reproducir una playlist de influencias de Depeche Mode nos pareció bien a ambas. Influencias que sin duda lo fueron también de Marilyn Manson y, obviamente, lo fueron también de BUCK-TICK.

En coche, a través de la Castilla vaciada, escuchando otras voces y otras maneras de combinar los sonidos, seguía escuchando a Atsushi. Lo que él sintetizaba en su forma de cantar, en su presencia como artista y en sus elecciones musicales. Lo que le había empujado a hacer música.


Atsushi Sakurai me ha dejado huérfana. No creo en un mundo sin él. No existen las últimas cuatro décadas de la música japonesa sin él. No existe el Visual Kei sin él. No existe el carisma sin él. 


Poco a poco se va diluyendo la sensación que me había acompañado durante toda la semana pasada, que no era tanto de pena como de cabreo con el mundo. Es una mala época para que me quiten artistas importantes. Estoy hipersensible, tocada aún por la partida de personas más cercanas y asustada por la inevitable fragilidad del hoy. El mundo no tiene derecho a quitarme, quitarnos, así a los artistas que hacen que vivir valga la pena, que nos alegran el día con una única canción, que nos hacen apreciar la versatilidad del ser humano. El mundo no tiene derecho a, en medio del caos y las guerras, aún venir a arrebatarnos aquellas cosas que nos hacen sentir mejor. 


Pero sí, se diluye. Era una pataleta. Queda la tristeza. Una tristeza que ya es suya para siempre dentro de mí. Una añoranza que voy a tener que abrazar. 


Y la admiración, eterna y sin reservas.


sábado, 16 de septiembre de 2023

Los sueños... veinte años después

 

Si miro hacia atrás en busca de mi primera noción de One Piece, llego inevitablemente a la obra de mi vida: a Rurouni Kenshin. Eiichiro Oda, antes de convertirse en el autor del manga más masivo, reconocido y rentable de la historia; había trabajado como ayudante de Nobuhiro Watsuki en Kenshin. Éste no dudó en explayarse, en los llamados free talks que dedicaba a los lectores entre capítulo y capítulo, acerca del nuevo manga de su colega, quien debutaba como autor en un shounen con nombre propio.
One Piece se estrenó en Telecinco en 2003, en plenos quince años de mi vida, cuando ésta y las de mis mejores amigos giraban en torno a nuestro amor por Kenshin, Saint Seiya y nuestros grupos japoneses favoritos. El anuncio de su emisión, para nosotros, significaba que podríamos ver "el anime del ayudante de Watsuki". Y, aún por encima, iba de piratas.

Si me hubieran preguntado hace un par de semanas, habría dicho que me disgustan profundamente los live actions (o versiones de imagen real) de obras de manga y anime. Casi siempre salen mal. Sí, ahí están lo feliz que me hicieron el de Alita y el de Nana, algunos de mangas que no he leído como Kingdom, o incluso el del mismo Kenshin, que ni se acerca al manga pero está bien. Sin embargo, el concepto de adaptación a carne y hueso me genera miedo y desconfianza y me niego y seguiré negando a consumir una americanada con el título de Saint Seiya, por poner un ejemplo.
Pero One Piece. One Piece con gente real sonaba al peor live action de la historia, y sin embargo he aquí que toda la gente que lo ha visto afirma que es bueno. Juro que jamás me habría sentado a mirarlo de no haberme escrito mi amiga Mai, la persona que vivió conmigo aquellos sábados y domingos de Telecinco, para decirme que le estaba encantando.

He tardado una semana entera en consumir los ocho episodios que conforman esta serie, la serie de Netflix de One Piece, por la única razón de que me he forzado a mí misma a alargarla para que me durara sólo un poco más: ese es el resumen de mi opinión al respecto.

One piece (2023) me ha devuelto a los quince años, a las mañanas de fin de semana partiéndome de risa con las ocurrencias de un anime desenfadado, ligero, creativo, absurdo y con muchísimo corazón. 
Diría que su primer gran acierto es el tono, ya que desde el instante en que vemos a Gold Roger pronunciar sus famosas palabras antes de ser ejecutado, sabemos que estamos ante una historia amable, ridícula y muy aventurera; por si no lo he dejado claro en suficientes ocasiones, no hay género en el que me sienta más en casa que el de aventuras y camaradería, y tal vez ese sea uno de los mayores motivos por los que amé One Piece en su día y la he vuelto a amar veinte años más tarde. Los creadores de la serie saben en todo momento con qué historia están trabajando, quiénes son sus personajes y dónde está el alma de lo que se quiere contar. Entienden que el disparate es parte indispensable de la narración, que Luffy es un tío que sólo ve aquello que quiere ver y que lo hace con determinación; que en la historia debe haber un tipo con cuernos de carnero porque sí y que los sueños son el motor de la vida, del shounen y de One Piece. La participación de Eiichiro Oda en el proceso resulta palpable, pero aunque no hubiera sido por él se habría seguido notando el inmenso cariño con el que está hecho un producto por fans y para fans, como una conversación animada en cualquier convención de manga.


Los personajes me parecen la mayor baza de la serie, con unos actores entregados y una caracterización impecable, no eludiendo en ningún momento los rasgos de su aspecto que más de dibujo animado resultan, sino abrazándolos sin que esto implique que nos los creamos menos o que no los compremos. Contribuye a la percepción de que los personajes SON los personajes el crisol étnico del elenco, muy siglo XXI y también muy One Piece; aporta colorido en pantalla y cercanía a aquel mundo pirata que no era otra cosa sino diverso.
No hay actor que no esté perfecto en su rol y no me refiero únicamente a los protagonistas, que son maravillosos, sino también a unos villanos deliciosos e incluso a los secundarios más trabajados que he visto en una adaptación de estas características.
Si Luffy (Iñaki Godoy) ES Luffy sin atisbo de duda, ninguno de sus compañeros de tripulación se queda atrás. Es más, ya que estoy, aprovecho para reconocer de forma pública que mi regresión a la infancia también ha pasado por enamorarme de un personaje tras otro al punto de tener que decir: no sé cuál es mi gran amor en One Piece. Como cuando tenía quince años, sufrí tremendo crush con Zoro (Mackenyu, al que ya conocía de mi amado dorama Todome no Kiss) para que luego apareciera Shanks (Peter Gadiot) a robarme el corazón y más adelante se interpusiera Sanji (Taz Skylar) en mis amoríos imaginarios con los anteriores (¡ES QUE HASTA ESO HAN CONSEGUIDO!).
De los villanos, estando todos excelentemente retratados, siento debilidad por Kuro (Alexander Maniatis), el mayordomo pirata cuyo gesto característico de colocarse las gafas imitábamos mis amigos y yo en los pasillos del colegio. Me ha parecido insuperable en su versión en carne y hueso.
Absolutamente perfectos también Usopp (Jacob Gibson), Koby (Morgan Davies) y hasta el putísimo Helmeppo (Aidan Scott), cuyo actor hace un trabajo brillante.
Pero el corazón de la serie, como ya era así en un anime lleno de buenas intenciones, es sin duda Nami; cuando he leído que la actriz (Emily Rudd) es una otaku de toda la vida y que este papel ha sido un sueño para ella, todo ha cobrado sentido. Interpreta con tantísimo acierto al personaje femenino por excelencia, con su complejidad, su inteligencia y su escepticismo. Nami tiene una mirada cargada de sueños y de tristezas, como los que llevan a cuestas todos los protagonistas, y de algún modo es la encargada de encarnarlos, incluso cuando es la única parte racional que cuestiona si sus propósitos no serán demasiado infantiles.

El diseño de producción, incluidos los planos selfie y móviles que aportan frescura y cercanía a la imagen, contribuye a ese tono casi pueril basado en el imperativo de ir a por nuestros sueños, por inalcanzables que estos parezcan. 
Los escenarios resultan tan originales como aquellos en los que se basan, tan narrativos como debían serlo.
También, al igual que ya me pasó cuando veía por primera vez el anime, me he emocionado encontrando los guiños a Rurouni Kenshin que metía Oda en el manga, como técnicas de esgrima similares, algún que otro parecido razonable con Marvel y cierta conversación sobre un tejado.

Hay una canción en el último (y bellísimo) disco de Hozier en la cual reflexiona sobre cómo en la vida acabamos tomando decisiones en función de lo que se espera de nosotros o lo que dicta nuestro mundo, pero estas suelen alejarnos de quienes somos: You and I burned out our steam / Chasing someone else's dream / How can something be so much heavier / But so much less than what it seems / Darling we sacrificed / We gave our time to something undefined / This phantom life / It sharpens like an image / But it sharpens like a knife. Al igual que no consigo evitar llorar cada vez que la escucho, hubo dos momentos musicales en la serie que me hicieron lagrimear sin parar y amar que One Piece haya venido a mis treinta y cinco años a hablarme de sueños.
El primero es cuando por fin consiguen el barco que será uno de los elementos más icónicos de la tripulación y comienza a sonar, en una versión sinfónica preciosa, el primer tema de apertura del anime, el mismo con el que he encabezado esta entrada. Me hizo tanta ilusión escuchar esa melodía en la serie, una melodía que es parte inseparable de mi adolescencia, que habría besado a quien decidió que no se podía prescindir de ella.
El otro momento es el final de la temporada, con la canción interpretada por AURORA poniendo voz a Nami en un tema bellísimo a nivel de melodía y de letra: Caught up in the whirlwind, a perfect storm / Reduce my sails and risk it all / Positions unknown and no sight of land / But I command, full speed ahead. Que la serie se despida así hasta un futuro encuentro (ojalá igual de bonito) es como si Nami/AURORA hablara por nosotros, los espectadores, que quizá en un principio hayamos sido los más escépticos con respecto a la viabilidad de la aventura porque nos ataban las cadenas de la realidad, de esta phantom life acerca de la cual cantaba Hozier; pero el sombrero de paja nos ha liberado y por fin podemos ver con claridad el horizonte hacia nuestros sueños: I'll draw a map of the world / Of lands unknown and untold / I'll guide my ship towards the morn' / Through the raging waters.

Los sueños como motor de la vida. Algo que siempre he tenido claro y casi he perdido por el camino, algo que se me ha devuelto en forma de historia disparatada de aventura y amistad. 


We all have dreams, but we outgrow them?

Not us. Not me.

Quiero más.

jueves, 24 de agosto de 2023

En route

Hola, ¿qué tal?


Veréis, la cosa es la siguiente: he escrito un texto muy sentido para Instagram, pero como Instagram es una mierda sólo me ha cabido un trozo y he tenido que publicar lo demás a fragmentos en comentarios. Y me ha dado mucha rabia tener que dejarlo así, de modo que he decidido que al menos aquí se quedaría escrito todo seguido y juntito, como debe ser.

Para entenderlo, sólo necesitáis conocer tres datos:

1. He estado de viaje 25 días en Noruega y me he enamorado profundamente.

2. No quería volver.

3. Me arrepiento de haber vuelto.

Dicho lo cual, os dejo que disfrutéis de mi maravillosa prosa de bloc de notas de teléfono móvil:


Siempre tengo la pretensión de escribir mucho durante los viajes, pero se me acaban cruzando vivencias, cansancio, compañía... y pierdo la capacidad de introspección. Me habría gustado dedicarle más tiempo, durante estas semanas pasadas, a considerar las huellas que lo presente me iba dejando y en especial por qué desde prácticamente el día uno sabía que me resultaría muy difícil irme de allí.

El camino comenzó de forma un tanto accidentada con la Lamongada de turno (si no entendéis el término "Lamongada", lo siento; sacadlo por contexto) cuando, recién llegadas al aeropuerto, me doy cuenta de que mi riñonera (con la documentación dentro) se ha quedado en el asiento trasero del coche, en un aparcamiento allá en el quinto pino. No sería la última vez que buscaría, desesperada, dónde narices estaba mi riñonera a lo largo del viaje: si algo he aprendido es que ese tipo de bártulo, por cómodo que resulte a veces, me da demasiados quebraderos de cabeza porque no soy capaz de responsabilizarme de él.

En Noruega perdí muchas cosas, no sólo la riñonera. Perdí el bloqueo que tenía con el inglés últimamente, el miedo en general a tener que hablar con la gente (en pocos lugares me he sentido tan cómoda haciéndolo) y la dignidad en demasiadas ocasiones; destacando por supuesto el momento de pánico cuando pensé que no iba a poder salir por mis propios medios del fiordo de Sogn, en el cual ya me había costado un poco entrar.

Constaté que a veces mi reacción natural es quedarme congelada viendo cómo las cosas suceden, como cuando un autobús decidió atropellar a alguien delante de mis narices; pero no vamos a hablar de eso.

Una de las cosas que más me preocupaban de irme era tener que conducir un coche automático, cosa que no había hecho en la vida; y, en efecto, el primer día me lo pasé acojonada porque se nos iba el pie izquierdo a embragar y lo que hacíamos era meter frenazos. Por no mencionar que nos lanzamos de lleno a la peor carretera posible con un vehículo que no controlábamos y que, además, era mucho más grande que el que en un inicio habíamos reservado. Recién llegada a Oporto, de nuevo en mi carraquita roja, ésta se me hizo tan enanita que casi eché de menos el Toyota; eso sí, la conducción manual que no me la quiten (por favor y gracias).

Noruega fue mucha carretera, o no tanta viendo el total final de kilómetros conducidos, pero sí intensa: estrechamientos imposibles con murete blanco que indicaba tremendo barranco, túneles de una apasionante variabilidad en cuanto a anchura, oscuridad y pulido de la piedra (ayer me dio la risa haciendo el de Folgoso); curvas bien cerraditas, puentes sinuosamente fascinantes, ¡puentes terminados en túnel!, emes (M), ovejas durmiendo la siesta en el asfalto y esperas para embarcar en ferry con pocas opciones de entretenimiento (según los noruegos).

Noruega también fue, o sobre todo fue, naturaleza. Ritmos pausados en parajes insólitos. Nos llamábamos la atención la una a la otra todo el tiempo, en plan: "¿Estás mirando a la derecha?". Llegado cierto punto, era normal que los paisajes fueran espectaculares y nuestro cerebro ya no reaccionaba con alarma; pero seguíamos quedándonos congeladas contemplándolos. 

El viaje habría mejorado de haber tenido buenas camas en todos los alojamientos, cosa que no sucedió. Hubo noches de elegir el suelo por incomodidad máxima, alguna otra de tener que luchar por evitar despeñarme y hubo unas cuantas horas en Lom, agotadísima como estaba aquel día que (ingenua yo) pensaba que me iba a caer redonda, que me las pasé en la ventana contemplando cómo la iglesia de madera brillaba tenuemente en mitad de la noche, sólo acompañada por el rugido del río.

Con todo (con el cansancio, el sueño, los desangramientos en fiordos, la propulsión de utensilios potencialmente hirientes desde mesas de heladerías, la activación involuntaria de alarmas de incendios y el echar de menos las mamparas de ducha durante casi veinticinco días), allí estábamos, en la última noche en Laerdal, planteándonos pasar de Bergen y quedarnos a vivir justo donde estábamos; y allí estábamos también el día del regreso, muertas tras siete horas de tren en el aeropuerto de Oslo señalando los destinos noruegos y pensando muy seriamente en cambiar nuestro billete.

A lo mejor la introspección llegará con el tiempo y entenderé mejor por qué siento que este viaje me ha dado tanto. Por qué siento que voy a compararlos todos con éste.


O quizá cambie y lo diluya en poesía y no llegue a rumiarlo nunca.