lunes, 1 de septiembre de 2025
For this I was given birth
lunes, 7 de julio de 2025
Mímesis, comunión vital
Dieciséis años tiene este pequeño espacio al que ya sólo recurro cuando prefiero que no me lea nadie que me conozca, y prácticamente los mismos me he pasado yo tratando de que mis palabras fueran lo suficientemente explícitas y precisas como para describir esa emoción que es el motor absoluto de mi vida; a la que me aferro con uñas y dientes cuando parece que nada tiene sentido, y la cual sé perfectamente que es ampliamente marciana y desdeñada por las personas que me rodean.
Y ha tenido que venir él a ponerle nombre, el maldito. Sí, él. Ese filósofo que los expertos adjetivan con "pop" y que para mí es la mente más clara de nuestros tiempos. Que ha dado profundidad de desarrollo a todas las cosas que pienso del mundo contemporáneo como no lo ha hecho nadie más y como yo no podría.
Quien me haya leído antes (conocidos no, por suerte) sabe que hablo de Byung-Chul Han, a quien ya he dedicado otras entradas por aquí.
Claro que esas entradas, normalmente, surgían de la lectura completa de alguna de sus obras. No como en este caso, que no llevo ni 40 páginas y ya necesitaba plasmar en algún sitio que me las he pasado chillando internamente a causa de cómo estaba dando en el clavo acerca de esa experiencia religiosa a la que sólo he podido acceder algunas veces, pero que representa la única verdad para mí.
Capacidad mimética sería ese momento en que uno pasa a formar parte de otra cosa, en que es asimilado, en que se pierde a sí mismo en algo y se desapega por completo de su persona. Y Han aún apoya esta idea en otra del austríaco Robert Musil: la mística clarísima, el estado en el cual uno deja de ser uno mismo para pasar a formar parte del todo, el momento en que desaparecen las divisiones entre uno y lo demás, ese estado profundo en el cual nada se aferra a sí mismo.
Leyendo esta digresión, me he atrapado a mí misma. Me he entendido. La imagen ha sido instantánea e innegable: Dir en Grey. Esa comunión que en sus directos me ha elevado hacia otro lugar, me ha hecho disolverme completamente en la música, en el espectáculo, en todas las demás almas que estaban bajo el mismo techo.
Y no es algo exclusivo de Dir en Grey ni que me haya pasado sólo en sus conciertos, pero es la imagen perfecta porque su música en vivo es mi canal más obvio y directo hacia el no-ser, hacia el no tener límites.
Después está lo otro. Está cuando escribo, cuando realmente escribo. No ahora, no desde hace mucho tiempo, pero he estado ahí. He estado completamente absorta y en trance a causa de la escritura, dejándome usar por algo más fuerte que mis ideas o mi imaginación. Siendo una especie de marioneta de esa comunión, de ese mimetizarse con la palabra, con una voluntad que no me pertenece.
Y el viaje, en particular cuando lo hago sola. La desaparición en otra realidad, en un contexto que se te impone y es permanente descubrimiento, independientemente de que ya lo conozcas o no: cuando me marcho y me hago al mundo, difumino mis confines. Dejo de sentir que existe un yo para solamente percibir un durante, un presente, un difuminado.
Es algo que nunca había podido explicar con claridad y que tampoco me había conceptualizado nadie. Pero Han, como ya tantas veces ha mostrado, es alguien iluminado con una clarividencia que parece diseñada para arrojar luz sobre todos nosotros.
Vida contemplativa, en tan sólo unas pocas páginas, ha explicado y validado aquello que da sentido a mi vida, que persigo como el sediento suplica la lluvia.
La vida actual complica muchísimo el acceso a la mímesis. La hiperconexión, el consumismo, la capitalización ya no sólo del trabajo sino directamente del tiempo libre y de las aficiones... Soy tan esclava como la que más. Me ahogo en esas demandas como la que más.
Y, sin embargo, tengo acceso a la contemplación, a lo real, a la disolución. Soy una absoluta afortunada y a esa fortuna tengo la obligación de aferrarme aunque la corriente vaya en la dirección contraria.
martes, 16 de abril de 2024
Qué hacer cuando los héroes se van
No sé qué voy a escribir, pero lo voy a escribir. No sé por qué ya sólo vengo al blog para llorar la muerte de personas que admiro, pero aquí están las últimas dos entradas y aquí está también mi deseo de que la cosa pare un poco, me deje respirar y permita que la gente que aporta al mundo cosas buenas y que sanan por dentro pueda llegar a edades que nos permitan a todos aceptar su marcha de mejor forma.
Tengo dos canciones en la cabeza hoy, desde bien temprano por la mañana, cuando una amiga me escribió para decir: "Murió Reita".
Ninguna de las dos habla de personas admiradas que fallecen, pero de algún modo mi cabeza las ha combinado y les ha dado un nuevo significado mezcladas:
All my heroes are dead and gone, but they're inside of me, they still live on, cantaba Brent Smith de Shinedown.
Y se van, y se van, y se van. ¿Qué hacer cuando los sueños se van?, se preguntaba Yosi de Los Suaves.
A estas alturas de mi vida, sé quién soy y lo acepto. Me conozco. Sé que soy una rarita, una inadaptada en muchos sentidos. Sé que las cosas que me importan no son las que se sobreentiende que deberían importarme y que la forma que tengo de ver la vida no es compartida por "la gente normal".
Ayer vi We couldn't become adults (2021), película que acompaña a un hombre japonés adulto que hace todas las cosas que se le presuponen a un hombre japonés adulto: entrega todo su tiempo a la empresa, pide matrimonio a sus novias, se va a bares de mujeres con sus jefes. Lo hace con cara de indiferencia y enarbolando el lema: "Es lo que hay". La terminé llorando y riéndome al mismo tiempo, porque sé quién soy, sé que tampoco yo he podido madurar y que "es lo que hay".
Soy bastante feliz. Paso por los aros necesarios para serlo. Asumo el hipotecar mi tiempo y energía por las recompensas que me concedo a cambio. Sé lo que no quiero, aunque descartar esas formas de vida siempre acarree ceños fruncidos y a mi madre una y otra vez pronunciando discursos sobre las bondades de la familia y la tristeza que le produce que, según ella, vaya a ser una infeliz toda mi vida por no seguir el "único camino correcto".
A mí me hace feliz viajar. Me hace feliz coger el coche y dejarme llevar a donde dicten la carretera y mis impulsos. Me hace feliz la música y gastarme el dinero que haga falta en plantarme en una gira de Dir en Grey (gracias, vida, por haberme permitido volver a verlos este año después de cuatro años). Me hacen feliz mis ficciones favoritas, una y otra vez. Me hace feliz tener héroes y admirarlos y quererlos de corazón.
No sé si necesito un diagnóstico para dejar de tener pensamientos intrusivos sobre lo defectuosa que estoy y lo idiota que soy.
Sé que amo lo que amo, profundamente y hasta la tumba. No son obsesiones: es pasión.
Sé que no sería yo sin mi música, sin mis grupos a los que quiero colectiva e individualmente y que me han enseñado tanto. No sería yo sin haberme pasado la adolescencia y gran parte de la primera adultez traduciendo canciones de forma obsesiva, recopilando todo vídeo que aparecía en lo profundo de Internet (cuando Internet era verdaderamente profundo), leyendo cada entrevista y escribiendo mis propios fanfics muchísimo antes de que existiera Wattpad.
No sería yo sin Dir en Grey, sin L'Arc~en~Ciel, sin la poesía que me ha marcado ni sin los mangas que contienen tantos de los valores que abrazo como míos.
No sería yo sin amar por encima de todo el sonido de un bajo eléctrico, que parece acompasarse con el mismísimo movimiento de la sangre dentro de mis arterias. No sería yo sin la música japonesa, que tan bien me ha transmitido el amor por dicho instrumento y me ha dejado disfrutar de los mejores bajistas.
No sería yo sin the GazettE, grupo al que he visto crecer casi desde el mismo inicio, desde su DISORDER allá por 2004, cuando eran unos críos ellos y unas niñatas nosotras, que sabíamos que estábamos descubriendo todo un universo cada vez que escuchábamos una nueva canción.
No sería yo sin Reita, icono absoluto del Visual Kei, bajista maravilloso, hombre sensible sin miedo a mostrarlo encima de un escenario, parte indispensable del rompecabezas que es ese grupo de amigos que han pasado sus momentos buenos y malos, pero siempre se han tenido los unos a los otros.
Hoy desperté con la noticia de la muerte de Reita. Y me puse a llorar antes siquiera de haber entrado en shock. Luego llegó la incredulidad. Una persona de 42 años, talentosa, admirada. Vital.
Su último tuit lo puso hace apenas un día, y leerlo provoca dolor de corazón: Ojalá the GazettE dure para siempre.
No sé cómo encajar estas cosas ni si quiero hacerlo. Prefiero no pensar en el cómo y centrarme más bien en el qué.
Reita se ha ido, exageradamente joven. Hay cuatro personas a las que quiero mucho que deben de estar en shock y sintiendo mucha tristeza por haber perdido un amigo.
Y hay miles de personas a lo largo y ancho del mundo que hoy, mientras yo lloro, lo están haciendo también. Porque le queríamos mucho. Porque era nuestro icono y siempre lo va a seguir siendo.
¿Qué se hace cuando los héroes se van? Una necesita siempre poder mirar hacia arriba.
Yo hoy doy las gracias. Por Dir en Grey hace unas semanas, a pesar de los problemas de salud que casi me impiden estar allí. Por L'Arc~en~Ciel en 2008. Por cada concierto catártico que he vivido. Por the GazettE TANTAS veces, en tantos momentos de mi vida, en los fines de semana de aburrimiento en la aldea, en las tardes compartidas con mi hermana devorando los conciertos en pantalla, en aquellas noches de Fisterra durante los últimos coletazos de la pandemia.
Y se van, y se van, y se van...
Yo digo que no se van. Que Reita siempre ES en presente. Que mis héroes siempre SON en presente y el amor, agradecimiento y admiración por ellos permanecen inalterados. Que los reivindicaré hasta que me muera como motores de todas las veces que me he levantado y he aguantado tralla.
Porque sí, esta mierda de la vida adulta "es lo que hay", pero si soy capaz de navegarla a pesar de no sentirme parte de ella es gracias al aliento que me da saber que hay más, que existen obras, artistas y vivencias que me permiten seguir siendo yo, sin dudas ni miedos, sin diagnóstico.
Te quiero mucho, Reita. En presente y a plazo fijo.
No me vas a faltar nunca.
lunes, 30 de octubre de 2023
Kalavinka
Si alguien me preguntara, no dudaría en admitir que mi forma natural de expresarme es la escrita; que a diario tropiezo con las palabras cuando se trata de hablar mientras que descubro mis propios pensamientos a partir del movimiento de mis manos sobre un teclado. Diría que ha sido así siempre, que rara vez entiendo mis propios procesos antes de haberme sentado a dejar las palabras fluir por su propia cuenta.
Sin embargo, o quizá a causa de esto, está siendo muy complicado arrancar con este texto que me lleva quemando una semana pero no encuentra las expresiones correctas.
Hay algo sobre las partidas de los héroes que deja una tristeza difícil de localizar, profunda e imprecisa, un poco culpable. Como si no tuviéramos derecho a sentirla por no haber tratado a esas personas o no haber sabido realmente quiénes eran.
Pero yo sé quién era para mí Atsushi Sakurai y sé que hay una tristeza que ahora le pertenece con la que voy a convivir en adelante.
Si tuviera que encontrar precedente para lo que vengo sintiendo desde el martes pasado, cuando me desperté y lo primero que vi en el móvil fue un texto explicando que el vocalista de BUCK-TICK había fallecido; sin duda, esta partida me ha dejado un vacío similar al de David Bowie, aquella otra mañana que amanecí con la radio dando la noticia terrible. Hay artistas que, por su legado y por cómo han sido absolutos pioneros que han marcado a generaciones enteras de otros artistas, te dejan huérfano cuando se van.
Cuando murió David Bowie, escribí en Instagram: "No creo en un mundo sin David Bowie". El martes pasado, con las manos temblando, el corazón latiendo muy pesado y en un estado de shock que aún arrastro, sólo pude escribir: "No creo en un mundo sin Atsushi Sakurai".
Hay figuras sin las cuales todo lo que vino después en nuestras vidas se tambalearía.
Atsushi era un ARTISTA, así, en mayúsculas, con todas las letras y una rotundidad innegable. Era un visionario. Un tío con las influencias muy claras y un estilo maleable, pero definido. Un animal escénico, con un carisma arrollador, sexy y dueño de ello. Una de las personas francamente más hermosas que he visto en mi vida. Un escritor de gran talento, capaz de hacer poesía de cualquier trivialidad. Un hombre que en las grabaciones de estudio y plató desprendía una energía muy chill, buenrollera y tranquila. Un cantante con una voz y forma de cantar personales y reconocibles, con un tono ligero pero profundo y poderoso, siempre vibrado, capaz de divertir y sorprender y emocionar.
Atsushi era alguien que no tenía que morirse. Atsushi debía estar con nosotros mucho, muchísimo más tiempo.
Me he pasado la semana escuchando la discografía de BUCK-TICK (que fue uno de mis primeros grupos japoneses y sigue pareciéndome de los más originales y entretenidos de seguir), redescubriendo matices y dinámicas en temas que llevaba tiempo sin oír y volviendo a enamorarme de su último disco, que salió hace apenas unos meses. He escuchado la voz de Atsushi mientras conducía, cuando paseaba por la playa y se empastaba con las olas, y a las cinco de la mañana en medio de un episodio de insomnio. Se me han caído las lágrimas varias veces, he encontrado una profunda nostalgia en sus melodías y me he dado cuenta de que BUCK-TICK es como mirar el mar.
Pensaba en sus primeras influencias. Las del grupo y las de Atsushi. En el new wave y los new romantics ingleses, en David Bowie, en Duran Duran, en Bauhaus, en aquel post-punk tan expresivo. Se me vino a la cabeza la figura de Pete Burns, que tenía muchas de las cosas que también hacían hipnótico a Atsushi, y que encontró un final tan trágico; Burns, como Atsushi, se fue un mes de octubre a los 57 años. Mucho antes de lo debido. Dejando tras de sí la constancia de que había nacido para estar encima de un escenario.
Ya el fin de semana, en una escapada sanadora a Zamora, elegíamos música para el coche entre mi amiga y yo. Rara vez coincidimos en gustos, pero la sugerencia de reproducir una playlist de influencias de Depeche Mode nos pareció bien a ambas. Influencias que sin duda lo fueron también de Marilyn Manson y, obviamente, lo fueron también de BUCK-TICK.
En coche, a través de la Castilla vaciada, escuchando otras voces y otras maneras de combinar los sonidos, seguía escuchando a Atsushi. Lo que él sintetizaba en su forma de cantar, en su presencia como artista y en sus elecciones musicales. Lo que le había empujado a hacer música.
Atsushi Sakurai me ha dejado huérfana. No creo en un mundo sin él. No existen las últimas cuatro décadas de la música japonesa sin él. No existe el Visual Kei sin él. No existe el carisma sin él.
Poco a poco se va diluyendo la sensación que me había acompañado durante toda la semana pasada, que no era tanto de pena como de cabreo con el mundo. Es una mala época para que me quiten artistas importantes. Estoy hipersensible, tocada aún por la partida de personas más cercanas y asustada por la inevitable fragilidad del hoy. El mundo no tiene derecho a quitarme, quitarnos, así a los artistas que hacen que vivir valga la pena, que nos alegran el día con una única canción, que nos hacen apreciar la versatilidad del ser humano. El mundo no tiene derecho a, en medio del caos y las guerras, aún venir a arrebatarnos aquellas cosas que nos hacen sentir mejor.
Pero sí, se diluye. Era una pataleta. Queda la tristeza. Una tristeza que ya es suya para siempre dentro de mí. Una añoranza que voy a tener que abrazar.
Y la admiración, eterna y sin reservas.
sábado, 16 de septiembre de 2023
Los sueños... veinte años después
jueves, 24 de agosto de 2023
En route
Hola, ¿qué tal?
Veréis, la cosa es la siguiente: he escrito un texto muy sentido para Instagram, pero como Instagram es una mierda sólo me ha cabido un trozo y he tenido que publicar lo demás a fragmentos en comentarios. Y me ha dado mucha rabia tener que dejarlo así, de modo que he decidido que al menos aquí se quedaría escrito todo seguido y juntito, como debe ser.
Para entenderlo, sólo necesitáis conocer tres datos:
1. He estado de viaje 25 días en Noruega y me he enamorado profundamente.
2. No quería volver.
3. Me arrepiento de haber vuelto.
Dicho lo cual, os dejo que disfrutéis de mi maravillosa prosa de bloc de notas de teléfono móvil:
Siempre tengo la pretensión de escribir mucho durante los viajes, pero se me acaban cruzando vivencias, cansancio, compañía... y pierdo la capacidad de introspección. Me habría gustado dedicarle más tiempo, durante estas semanas pasadas, a considerar las huellas que lo presente me iba dejando y en especial por qué desde prácticamente el día uno sabía que me resultaría muy difícil irme de allí.
El camino comenzó de forma un tanto accidentada con la Lamongada de turno (si no entendéis el término "Lamongada", lo siento; sacadlo por contexto) cuando, recién llegadas al aeropuerto, me doy cuenta de que mi riñonera (con la documentación dentro) se ha quedado en el asiento trasero del coche, en un aparcamiento allá en el quinto pino. No sería la última vez que buscaría, desesperada, dónde narices estaba mi riñonera a lo largo del viaje: si algo he aprendido es que ese tipo de bártulo, por cómodo que resulte a veces, me da demasiados quebraderos de cabeza porque no soy capaz de responsabilizarme de él.
En Noruega perdí muchas cosas, no sólo la riñonera. Perdí el bloqueo que tenía con el inglés últimamente, el miedo en general a tener que hablar con la gente (en pocos lugares me he sentido tan cómoda haciéndolo) y la dignidad en demasiadas ocasiones; destacando por supuesto el momento de pánico cuando pensé que no iba a poder salir por mis propios medios del fiordo de Sogn, en el cual ya me había costado un poco entrar.
Constaté que a veces mi reacción natural es quedarme congelada viendo cómo las cosas suceden, como cuando un autobús decidió atropellar a alguien delante de mis narices; pero no vamos a hablar de eso.
Una de las cosas que más me preocupaban de irme era tener que conducir un coche automático, cosa que no había hecho en la vida; y, en efecto, el primer día me lo pasé acojonada porque se nos iba el pie izquierdo a embragar y lo que hacíamos era meter frenazos. Por no mencionar que nos lanzamos de lleno a la peor carretera posible con un vehículo que no controlábamos y que, además, era mucho más grande que el que en un inicio habíamos reservado. Recién llegada a Oporto, de nuevo en mi carraquita roja, ésta se me hizo tan enanita que casi eché de menos el Toyota; eso sí, la conducción manual que no me la quiten (por favor y gracias).
Noruega fue mucha carretera, o no tanta viendo el total final de kilómetros conducidos, pero sí intensa: estrechamientos imposibles con murete blanco que indicaba tremendo barranco, túneles de una apasionante variabilidad en cuanto a anchura, oscuridad y pulido de la piedra (ayer me dio la risa haciendo el de Folgoso); curvas bien cerraditas, puentes sinuosamente fascinantes, ¡puentes terminados en túnel!, emes (M), ovejas durmiendo la siesta en el asfalto y esperas para embarcar en ferry con pocas opciones de entretenimiento (según los noruegos).
Noruega también fue, o sobre todo fue, naturaleza. Ritmos pausados en parajes insólitos. Nos llamábamos la atención la una a la otra todo el tiempo, en plan: "¿Estás mirando a la derecha?". Llegado cierto punto, era normal que los paisajes fueran espectaculares y nuestro cerebro ya no reaccionaba con alarma; pero seguíamos quedándonos congeladas contemplándolos.
El viaje habría mejorado de haber tenido buenas camas en todos los alojamientos, cosa que no sucedió. Hubo noches de elegir el suelo por incomodidad máxima, alguna otra de tener que luchar por evitar despeñarme y hubo unas cuantas horas en Lom, agotadísima como estaba aquel día que (ingenua yo) pensaba que me iba a caer redonda, que me las pasé en la ventana contemplando cómo la iglesia de madera brillaba tenuemente en mitad de la noche, sólo acompañada por el rugido del río.
Con todo (con el cansancio, el sueño, los desangramientos en fiordos, la propulsión de utensilios potencialmente hirientes desde mesas de heladerías, la activación involuntaria de alarmas de incendios y el echar de menos las mamparas de ducha durante casi veinticinco días), allí estábamos, en la última noche en Laerdal, planteándonos pasar de Bergen y quedarnos a vivir justo donde estábamos; y allí estábamos también el día del regreso, muertas tras siete horas de tren en el aeropuerto de Oslo señalando los destinos noruegos y pensando muy seriamente en cambiar nuestro billete.
A lo mejor la introspección llegará con el tiempo y entenderé mejor por qué siento que este viaje me ha dado tanto. Por qué siento que voy a compararlos todos con éste.
O quizá cambie y lo diluya en poesía y no llegue a rumiarlo nunca.
jueves, 2 de marzo de 2023
Love song for a vampire
La vida. Beatriz, trece-catorce años, tímida e insegura. Aficionada al manga y a otras cosas que no interesaban a la mayoría de sus amigos.
Me gustaría describir el primer encuentro, pero os prometo que no lo tengo muy claro. Creo que lo mezclo con el primer visionado de Rurouni Kenshin porque ambos ocurrieron por la misma época y en un lugar común. Vigo, piso de veraneo de mis padres, aquella salita improvisada mientras se hacían obras en el futuro salón.
Sí recuerdo el vídeo y los ojos. El vídeo: The Sacrament. Los ojos: los suyos. HIM estaba a punto de sacar Love Metal (2003) y aquella MTV pirateada que se emitía en las televisiones locales le hacía la promoción previa. A mí me impactaron varias cosas: el sonido del piano, los colores fríos que transmitían invierno, la mansión en el bosque. Y los ojos. Y la voz.
Tampoco recuerdo mucho de cómo les expliqué HIM a mis amigos de entonces, pero en un momento dado se asumía como parte de mí. Se me intenta escurrir una conversación con mi compañero Brais, guitarrista de su propio grupo, que se medio burlaba de "los finlandeses esos"; y se me desdibujan por completo los primeros pasos hacia Finlandia, Baudelaire, Poe y todas esas cosas que trajo consigo mi amor por Ville Valo.
En 4º de la ESO, hice un trabajo sobre mi grupo favorito y, aunque ya pululaba por mi vida L'Arc~en~Ciel, hasta estos días ha llegado la portada de lo que realmente hice; un retrato parcialmente calcado de Valo como primer bocado a unas cuantas páginas en las que me explayaba sobre el love metal y sus influencias.
En 1º de Bachiller conocí a Laura y, con ella, a su amiga gótica que también sabía de HIM, de Nightwish y de los grupos europeos que me empezaban a apasionar. Otra amiga se estaba relacionando con personas de gustos similares y yo compartía aquello a lo que había llegado sola pero que no podía quedarse confinado en mi cuerpo.
Con una compañera del instituto hablé una vez de HIM y me sentí tan personalmente insultada que nunca volví a intentarlo: tengo vívido el momento en que le explico que las letras de las canciones son una maravilla, me pregunta de qué van y le respondo que "amor y muerte unidos de forma intrínseca e indisoluble". Va la tía, y me replica: "Pues lo mismo que todos los grupos". En 2004, yo no sabía explicar la poesía y tampoco puedo hacerlo en 2023; pero, sin duda, debería haber puesto más de mi parte en aquella ocasión.
La primera vez que vi a HIM en directo fue en 2008. La vida había cambiado un poco. Había realizado mi primer viaje para asistir a un concierto (D'espairsRay 2007 en Fuenlabrada, never forget) y estudiaba en la universidad. Me iba sintiendo un poquito adulta y ya paladeaba las delicias de la libertad y el peregrinaje.
Fui a Madrid (mi primera visita a Madrid) con Mine y Aly, y algún día debería escribir largo y tendido acerca de mi historia con la primera y con su prima, que son y serán siempre el 50% de algo muy valioso. Aquel día de marzo hicimos cola, conocimos gente, nos dieron ataques de risa, se nos durmieron los pies y el culo y, por fin, al final del día tuvimos delante al grupo que me apasionaba. Lo recuerdo mágico, como debe serlo siempre el concierto de un artista que te agita.
Pensando en retrospectiva, también fue un momento increíble para verlos. Acababan de publicar Venus Doom (2007), que hoy por hoy considero su disco más redondo, y la setlist incluyó auténticas obras de arte de ese álbum, como Sleepwalking past hope, Dead lovers' lane o Passion's killing floor. Me parece una locura haber presenciado esas canciones y aún más no poder recordarlas bien. Sí tengo presente cómo se me detenía el corazón cuando Valo cantaba: in my arms you won't sleep safely, pero no mucho más.
Dándole una vuelta al repertorio de ese momento, me explota el cerebro al darme cuenta de que sonó también It's All Tears (Drown in this Love). Qué locura.
No volvería a encontrármelos cara a cara (no volvieron a pisar España) hasta 2017, mi último año viviendo en Madrid, etapa vital muy distinta de la anterior. Qué felicidad al comprar las entradas, ¡había transcurrido una década! Hablar con gente de vernos allí. Planear llevarme conmigo a mi hermana, a quien "crié" a ritmo de love metal. Vaya jarro de agua fría cuando, unas semanas después de anunciar la gira, aclararon que se trataba de un tour de despedida, ya que se separaban como banda para hacer cosas distintas.
Así que les dije adiós, en la misma sala en la que los había visto en concierto por primera vez, llevándome conmigo a mi hermana como aquel padre que enseña las tierras que le lega a su hijo. Lo sentí como una misión cumplida a pesar del nudo en la garganta al saber que sería la última vez. En 2017 tocaron sus grandes himnos; tocaron Gone with the Sin, Join Me (in Death), Wicked Game, When Love and Death Embrace, Stigmata Diaboli... Tocaron su versión de Rebel Yell, con la que en su día me habían descubierto al amoriño que es Billy Idol.
Salí de aquel concierto en medio de ataques de risa, que al cabo de una hora derivaron en un llanto desconsolado, para por la mañana concluir que: "Los cojones".
Me llevó sólo unos días localizar otra fecha del tour que me fuera bien y adquirir vuelos y entradas en reventa; a la vuelta del verano me planté un buen día en Praga para poder decirles adiós por segunda vez.
Para mí, este adiós en Praga fue catártico porque no se sintió tan adiós. Cuando les había visto en La Riviera, el público madrileño cantaba y lloraba y se desvivía en el directo. Europa siempre es otra cosa. Las audiencias con las que he coincidido en Polonia, Alemania, Finlandia... siempre me han resultado más serenas y a la vez respetuosas. Las voces de la gente no me impidieron oír la de Valo en Praga. El grupo habló más y se hizo entender mejor: era un adiós, pero no tenía por qué ser definitivo. Además, tenían proyectos en camino. Seguían siendo amigos. Estaban creativos, como se notó en la no poca experimentación que le metieron a las canciones. Me calmaron y volví muy tranquila a mi vida habitual.
2020. Narón. Cuarentena domiciliaria. Pertenezco sin duda a la minoría que recuerda con añoranza aquellos meses. No tener que ver a las gilipollas de mis compañeras del colegio. Gozar de horas y horas de no tener que cumplir con nada y poder dedicarlas a mí. A escribir. A leer. A volver a sumergirme en Rurouni Kenshin.
Levantarme una mañana y encontrarme un heartagram coronando mis redes sociales. Nueva música, y no de la que Valo había hecho acompañando a The Agents en los tiempos posteriores a HIM, sino música marca Ville Valo. Marca heartagram.
Valo, en cierto modo, fue mi cuarentena. Esa alegría y esperanza que trajeron sus canciones nuevas lo empañaron todo, incluso los momentos más distópicos y el miedo que daban las ristras de cifras que salían en la prensa.
Hacía tiempo que lo tenía pendiente, pero ese mismo año, viviendo ya en Fisterra por octubre o noviembre, ocurrió lo de la foto que encabeza esta entrada. Como no me gusta ser tan Doña Obvia, quería hacerme un heartagram sin hacerme un heartagram, y me acordé de mi primer concierto de HIM: la gira de Venus Doom. Sinceramente, es muy probable que cualquier día me acabe plantando un heartagram de verdad en cualquier otra parte del cuerpo, pero por lo pronto llevo a mi grupo grabado en la piel.
Obviamente, yo tenía que estar presente en la primera gira en solitario de este señor. Del señor que me ha dado Finlandia y a Billy Idol y a Annie Lennox y Suspiria y la poesía. Del señor que salió de su cuevecita en plena pandemia para hacerme feliz.
Y de Neon Noir (el disco, el concierto) puedo afirmar que es más intimista, que prescinde de los teclados que tanto caracterizaban a HIM y que destila sencillez y tranquilidad. Que su voz, y sus ojos, me llevan al mismo lugar mágico de siempre, a un paraje helado con figuras tétricas y runas aprendidas. Al abrazo del amor con la muerte. Que la palabra es, y ha sido siempre, poesía.
Que el encuentro, esta vez tras seis años, me ha sorprendido dos décadas más vieja que aquel primero delante de la MTV. Ya soy otra persona, menos niña y más cargada de problemas, pero también más yo y más enamorada de las cosas que me hacen encontrarme. De HIM. De VV. De su Neon Noir, de su sonrisa mientras nos cantaba, de la humildad palpable en actos como dejar que cerraran el concierto, solos ante el aplauso, los músicos que iban con él. De lo mucho que nos seguimos pareciendo. De cómo me ha marcado. De cuánto de lo que soy se lo debo a él.
Amor de mi vida.
domingo, 1 de enero de 2023
2022 en conciertos
La mezcla de mi tristeza por irme de allí sin saber si volvería (volveré cuantas veces pueda, aunque probablemente ya nunca como profe), la emoción del asalto en sí y el hecho de estar como quien dice en primera fila, hicieron que disfrutara mucho del directo de Sés. No toda su música me gusta y no todos sus mensajes son compartidos por mí, pero valoro mucho la capacidad de una artista de su talla para ponerse al servicio de las cosas en las que cree y defenderlas en cada canción.
Gracias a Wucan, descubrimos lo que es un festival alemán de música y más cosas, el Free & Easy Festival, en el Backstage Kulturzentrum, una especie de jardín a varias alturas, con áreas interiores y exteriores, puestos de comida y cerveza y un ambiente peculiar con gente de todos los estilos y edades. Convivían a la misma hora conciertos y monólogos, por lo que nos dejamos caer por varias de esas actuaciones, pero el grupo al que dedicamos más tiempo fue Wucan, pese a que en aquel espacio laberíntico nos costó encontrar la diminuta sala en la que tocaban, que acabó tan llena que no cabía ni un alfiler.