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lunes, 1 de septiembre de 2025

For this I was given birth


Tiene algunas ventajas el poseer una atención y una memoria tan dispersas que no recuerdas casi nada de lo que has dicho o escrito. 
Por ejemplo, que llegas aquí a sacar de dentro cosas íntimas que no te apetece plasmar en ningún otro lugar, y entonces te llama la atención la entrada anterior, escrita en julio y de la que no te acordabas.
Te pones a leerla y te da la risa tonta de lo conectada que te sientes con esas cosas que ni siquiera sabías que habías pensado ya hace dos meses.

Yo venía hoy aquí por Finlandia. Porque he tenido el curso y el verano mentalmente más extraños en mucho tiempo, pero entonces la vida me ha llevado de vuelta a Helsinki por un momento, y esa experiencia fugaz ha sido suficiente para volver a reconocerme a mí misma. 

Y es curioso que aquí, en el blog, me esperase yo misma, aferrada siempre a las palabras de Byung Chul-Han, con la respuesta; como tampoco deja de ser paradójico que haya utilizado entonces la expresión "difuminarse" para referirme a lo mismo que me acaba de explicar con ese término el dorama que he acabado de ver hace una hora: Glass Heart

Total, que vengo aquí a hablar de nada, a repetirme, a volver a hacerme pensar lo que ya he pensado antes y a expresar lo que también han observado otros. Pero es que Helsinki.

Es que Helsinki.


Veréis, me he pasado un mes en Grecia entre julio y agosto. He recorrido Creta y después he conocido la versión insular del país, un lugar riquísimo en tantas cosas que no sabría por dónde empezar a enumerar sus maravillas. Pero puedo decir que me he sentido yo misma en quizá un 20 o 30% del viaje y me he pasado todo el resto del tiempo extraña conmigo misma y con los demás, irreconciliable con mi propia persona, enfrentada a un tipo de verano que no es el que a mí me gusta (calor y playa buscaban las personas con las que viajaba, y en vez de decir que esta vez no encajábamos juntas, me callé y embargué mi tranquilidad a cambio de cosas muy valiosas, pero contempladas desde la alienación). 

Pero después de Grecia pasaba una cosa. Algo que jamás habría esperado, algo que provenía del mes de marzo y que hasta entonces ni siquiera había barajado, algo que en esos pocos meses de margen no tuve tiempo de calibrar cómo operaría en mí.

Veréis, este blog se llama House of the Silent. Sus secciones tienen nombres como Little Angel, 4 Seasons Rush o Bitter Joy; no es casualidad que en su momento eligiera la discografía de Charon para colorear mi blog, ¡es que amaba ese grupo! Lo descubrí con 16-17 años y la fascinación fue instantánea: por el sonido, por la fuerza vocal, por la pasión, por la poesía. Amaba Charon, me sentía canalizada por sus canciones y me difuminaba en ellas. Cuando se separaron en 2011 alegando que ya no les quedaba inspiración para encajar con el concepto del grupo, me sentí triste, escribí alguna que otra entrada por aquí y lo acepté porque saber apartarse de un proyecto para no mancharlo me parece valiente. Y ya está. La vida siguió, los miembros hicieron sus cosas fuera de Charon, el maravilloso JP Leppäluoto sacó su propia música en solitario y yo tuve la suerte de verlo y escucharlo comerse el escenario en un Raskasta Joulua (Navidad Metal, mi sueño de muchos años) al que fui con mi mejor amiga en 2017.

Pero qué iba a esperar que volviera Charon, que en 2025 hicieran una gira de reencuentro ¡y poder ir a ella! Estaba tan tranquila en mi vida, trabajando en la escuela unitaria donde he obtenido mi primera plaza definitiva, haciendo quién sabe qué cosa con los niños, cuando Mai me escribe para decir que tenemos que ir a Finlandia y que hay que ver a Charon. No es posible para mí reproducir el grado de sorpresa que sentía, que aún siento ante tal cosa. ¡2025! ¿Qué sentido tenía ir a ver a uno de mis grandes grupos de juventud a mis casi 40, cuando ese mismo grupo llevaba 15 años separado?

Si algo sé de mí misma, es que ante estas cosas elijo locura. Ya tenía Grecia comprado y planeado, ya sabía que volvía a casa el 26 de julio tras un mes entero fuera y también que el 1 de septiembre tenía que estar trabajando.
Sí, era consciente de que me iba a morir de cansancio y de que me arrastraría por las esquinas a posteriori, pero también sabía lo que iba a recibir a cambio: esa comunión mística, la capacidad mimética de Walter Benjamin, el emborronarme por completo para no tener principio ni fin. Lo sabía cuando me puse a buscar fechas y vuelos y lo sabía cuando aterricé en mi Finlandia el 29 de agosto, ocho años después de la última vez, y paseando por el centro de Helsinki me sentía tan en casa que no le veía sentido a irme nunca de allí.



Y entonces fui a Tavastia, el local de conciertos más mítico del norte de Europa. Y casi lloro cuando atisbo el heartagram del techo en homenaje a HIM. Y vi a Charon desde tan cerca, ¡desde tan cerca! Que, cuando Leppäluoto venía hacia la zona del escenario frente a mí, había momentos en que no había nadie en medio de él y yo, y me sentía tan intimidada y vulnerable ante ese señor que es uno de los artistas más bestias que he visto en directo, que me costaba aguantarle la mirada. Pero él sonreía, sonrió todo el concierto, al igual que lo hicieron el resto de miembros y como sé que lo hice yo misma. Y, por unos instantes, nos sonreíamos los unos a los otros porque estábamos experimentando algo mágico que sólo puede dar sentido a la vida.

Y en Helsinki me sentí en una película de Kaurismäki, como ha sucedido cada vez que la he visitado, y no hay halago mejor para la ciudad de mis sueños, para el país donde siento que no soy ningún bicho raro, sino simplemente finlandesa.
La primera noche, entré a las 2 de la mañana en un Burger King porque acababa de separarme de mis amigos y tenía hambre (aunque Helsinki apenas ha cambiado en ocho años, la presencia de cadenas extranjeras sí que ha aumentado bastante, a mi pesar), y en un rincón del local estaba un guardia de seguridad de melena rubia y bigote frondoso que, como tantos otros finlandeses, parecía sacado de los 70 y a la vez semejaba un personaje interpretado por el también amado Matti Pellonpää. Me puso ojitos, no sé cómo expresarlo de otro modo; me miró intensamente mientras entraba, pedía, esperaba. Me seguía mirando mientras recibía mi hamburguesa para llevar y, cuando salía con ella en la mano, simplemente me dijo: "Kiitos" con voz profunda. Lo miré y le contesté: "Bye"; y dudo mucho que pudiera disimular mi sonrisa. Aún me estoy tirando de los pelos por no haber vuelto por allí la noche siguiente, porque aquel momento fue sin duda una escena de Fallen Leaves y en mi cabeza él y yo ya éramos pareja. 
La noche siguiente, después del concierto de Charon (donde también ligué, de otro modo tampoco especialmente convencional pero que me encantó: una chica me empezó a mirar y a coger de las manos y no me soltaba, y en ese instante nos lo pasamos genial viviendo la música juntas y siendo novias por un ratito), de cervecitas en una terraza a la que volveré seguro, vimos pasar a nuestro lado a Mikko Lindström, Lily/Linde de HIM.
Por la mañana, habíamos visitado en el cementerio de Malmi las tumbas de Aleksi Laiho y de Matti Pellonpää. Y por la tarde habíamos comprado una entrega nueva que no sabíamos que había salido de Finnish Nightmares, las historietas que dibuja Karoliina Korhonen sobre la ansiedad social de los finlandeses. 


De vuelta en el avión, en la horrible escala en Ámsterdam (nunca había tenido horas muertas en Schiphol y lo aborrecí), y después en el coche conduciendo quién sabe cómo tras no haber dormido en dos noches, lloraba un poco por Helsinki, por lo mucho que la quiero y el tiempo que pasará hasta volver a estar en ella. Pensaba en las cosas de los finlandeses que me hacen demasiada gracia, en mi Pellonpää del Burger, en un concierto que no voy a olvidar en la vida donde estuve de pie pese al dolor, me desgañité cantando sus letras bellísimas y tuve mucha vergüenza cada vez que no había nada entre JP y yo. Y luego echaba la vista atrás, a Grecia, a cómo me sentía todo el tiempo ajena a mí misma, cómo no conseguí estar cómoda con las personas con las que viajaba, cómo anhelaba todo el tiempo vivirla de otra manera, en otoño, en manga larga, despacio, dejando pasar muchas horas en un solo sitio. Y no es que no pueda ser yo misma en Grecia: es que no puedo NO serlo en Finlandia. Es imposible, soy de allí. 

La rarita, la antisocial, la callada, la que siente ansiedad ante un teléfono que suena y ante una invitación a quedar, la que se bloquea y no sabe salir de ello, la ignorada en las conversaciones y la seria y reservada... En Finlandia, no soy nada de eso. Soy yo, soy una más, soy el Matti de las viñetas de Korhonen. Me siento tan yo cada vez que estoy allí. No hay prisa, no hay "cosas que ver", no hay planes cerrados, no hay silencios molestos, no hay que quedarse donde una no quiere, no hay bloqueos que no se vean como algo normal, no hay verano que me llene la piel de picaduras reactivas y alergias y escozores.



Después de un mes fuera de casa, habiendo llegado agotada y herida de guerra, me he subido en otros dos aviones para pasar menos de 48 horas en mi ciudad favorita y ver en tercera fila a un grupo que jamás supe que vería. 48 horas de mística clarísima, de amor apasionado, de risa, de tranquilidad, de muerte al miedo y gloria a la ansiedad social. 

Si la vida fuera más fácil, sé lo que haría. Como hay demasiadas cosas que no puedo desatender ahora, me quedo esos dos días como fuel, como sangre que empuje mis venas, como muestra palpable de que no me he perdido a mí misma sino que a veces tengo que ponerme una coraza para protegerme, pero en el lugar indicado y en los momentos correctos, estaré ahí. Sin reservas y sin juicios.

lunes, 7 de julio de 2025

Mímesis, comunión vital

Dieciséis años tiene este pequeño espacio al que ya sólo recurro cuando prefiero que no me lea nadie que me conozca, y prácticamente los mismos me he pasado yo tratando de que mis palabras fueran lo suficientemente explícitas y precisas como para describir esa emoción que es el motor absoluto de mi vida; a la que me aferro con uñas y dientes cuando parece que nada tiene sentido, y la cual sé perfectamente que es ampliamente marciana y desdeñada por las personas que me rodean.

Y ha tenido que venir él a ponerle nombre, el maldito. Sí, él. Ese filósofo que los expertos adjetivan con "pop" y que para mí es la mente más clara de nuestros tiempos. Que ha dado profundidad de desarrollo a todas las cosas que pienso del mundo contemporáneo como no lo ha hecho nadie más y como yo no podría.

Quien me haya leído antes (conocidos no, por suerte) sabe que hablo de Byung-Chul Han, a quien ya he dedicado otras entradas por aquí.

Claro que esas entradas, normalmente, surgían de la lectura completa de alguna de sus obras. No como en este caso, que no llevo ni 40 páginas y ya necesitaba plasmar en algún sitio que me las he pasado chillando internamente a causa de cómo estaba dando en el clavo acerca de esa experiencia religiosa a la que sólo he podido acceder algunas veces, pero que representa la única verdad para mí. 


En su ensayo Vida contemplativa (2022), Han se centra en el valor sustancial de la inactividad y la espera como fundamentos de la vida. Y, para hacerlo, como es su costumbre, recurre y reflexiona sobre los trabajos de otros autores que ya han abordado temas relacionados. 
Llegado un momento, Han se centra en analizar la obra de Walter Benjamin, filósofo alemán del siglo XX de ideología marxista y Romántica; y toma una historia que este pensador cuenta en su libro Infancia en Berlín hacia 1900 acerca de un pintor que se metió en su propio cuadro, para conceptualizar lo que Han denomina la capacidad mimética.

Capacidad mimética sería ese momento en que uno pasa a formar parte de otra cosa, en que es asimilado, en que se pierde a sí mismo en algo y se desapega por completo de su persona. Y Han aún apoya esta idea en otra del austríaco Robert Musil: la mística clarísima, el estado en el cual uno deja de ser uno mismo para pasar a formar parte del todo, el momento en que desaparecen las divisiones entre uno y lo demás, ese estado profundo en el cual nada se aferra a sí mismo.


Leyendo esta digresión, me he atrapado a mí misma. Me he entendido. La imagen ha sido instantánea e innegable: Dir en Grey. Esa comunión que en sus directos me ha elevado hacia otro lugar, me ha hecho disolverme completamente en la música, en el espectáculo, en todas las demás almas que estaban bajo el mismo techo.

Y no es algo exclusivo de Dir en Grey ni que me haya pasado sólo en sus conciertos, pero es la imagen perfecta porque su música en vivo es mi canal más obvio y directo hacia el no-ser, hacia el no tener límites.

Después está lo otro. Está cuando escribo, cuando realmente escribo. No ahora, no desde hace mucho tiempo, pero he estado ahí. He estado completamente absorta y en trance a causa de la escritura, dejándome usar por algo más fuerte que mis ideas o mi imaginación. Siendo una especie de marioneta de esa comunión, de ese mimetizarse con la palabra, con una voluntad que no me pertenece.

Y el viaje, en particular cuando lo hago sola. La desaparición en otra realidad, en un contexto que se te impone y es permanente descubrimiento, independientemente de que ya lo conozcas o no: cuando me marcho y me hago al mundo, difumino mis confines. Dejo de sentir que existe un yo para solamente percibir un durante, un presente, un difuminado.


Es algo que nunca había podido explicar con claridad y que tampoco me había conceptualizado nadie. Pero Han, como ya tantas veces ha mostrado, es alguien iluminado con una clarividencia que parece diseñada para arrojar luz sobre todos nosotros. 

Vida contemplativa, en tan sólo unas pocas páginas, ha explicado y validado aquello que da sentido a mi vida, que persigo como el sediento suplica la lluvia. 


La vida actual complica muchísimo el acceso a la mímesis. La hiperconexión, el consumismo, la capitalización ya no sólo del trabajo sino directamente del tiempo libre y de las aficiones... Soy tan esclava como la que más. Me ahogo en esas demandas como la que más.

Y, sin embargo, tengo acceso a la contemplación, a lo real, a la disolución. Soy una absoluta afortunada y a esa fortuna tengo la obligación de aferrarme aunque la corriente vaya en la dirección contraria. 

martes, 16 de abril de 2024

Qué hacer cuando los héroes se van


No sé qué voy a escribir, pero lo voy a escribir. No sé por qué ya sólo vengo al blog para llorar la muerte de personas que admiro, pero aquí están las últimas dos entradas y aquí está también mi deseo de que la cosa pare un poco, me deje respirar y permita que la gente que aporta al mundo cosas buenas y que sanan por dentro pueda llegar a edades que nos permitan a todos aceptar su marcha de mejor forma.

Tengo dos canciones en la cabeza hoy, desde bien temprano por la mañana, cuando una amiga me escribió para decir: "Murió Reita". 

Ninguna de las dos habla de personas admiradas que fallecen, pero de algún modo mi cabeza las ha combinado y les ha dado un nuevo significado mezcladas:

All my heroes are dead and gone, but they're inside of me, they still live on, cantaba Brent Smith de Shinedown.

Y se van, y se van, y se van. ¿Qué hacer cuando los sueños se van?, se preguntaba Yosi de Los Suaves.


A estas alturas de mi vida, sé quién soy y lo acepto. Me conozco. Sé que soy una rarita, una inadaptada en muchos sentidos. Sé que las cosas que me importan no son las que se sobreentiende que deberían importarme y que la forma que tengo de ver la vida no es compartida por "la gente normal". 

Ayer vi We couldn't become adults (2021), película que acompaña a un hombre japonés adulto que hace todas las cosas que se le presuponen a un hombre japonés adulto: entrega todo su tiempo a la empresa, pide matrimonio a sus novias, se va a bares de mujeres con sus jefes. Lo hace con cara de indiferencia y enarbolando el lema: "Es lo que hay". La terminé llorando y riéndome al mismo tiempo, porque sé quién soy, sé que tampoco yo he podido madurar y que "es lo que hay".


Soy bastante feliz. Paso por los aros necesarios para serlo. Asumo el hipotecar mi tiempo y energía por las recompensas que me concedo a cambio. Sé lo que no quiero, aunque descartar esas formas de vida siempre acarree ceños fruncidos y a mi madre una y otra vez pronunciando discursos sobre las bondades de la familia y la tristeza que le produce que, según ella, vaya a ser una infeliz toda mi vida por no seguir el "único camino correcto".

A mí me hace feliz viajar. Me hace feliz coger el coche y dejarme llevar a donde dicten la carretera y mis impulsos. Me hace feliz la música y gastarme el dinero que haga falta en plantarme en una gira de Dir en Grey (gracias, vida, por haberme permitido volver a verlos este año después de cuatro años). Me hacen feliz mis ficciones favoritas, una y otra vez. Me hace feliz tener héroes y admirarlos y quererlos de corazón.


No sé si necesito un diagnóstico para dejar de tener pensamientos intrusivos sobre lo defectuosa que estoy y lo idiota que soy.  


Sé que amo lo que amo, profundamente y hasta la tumba. No son obsesiones: es pasión. 


Sé que no sería yo sin mi música, sin mis grupos a los que quiero colectiva e individualmente y que me han enseñado tanto. No sería yo sin haberme pasado la adolescencia y gran parte de la primera adultez traduciendo canciones de forma obsesiva, recopilando todo vídeo que aparecía en lo profundo de Internet (cuando Internet era verdaderamente profundo), leyendo cada entrevista y escribiendo mis propios fanfics muchísimo antes de que existiera Wattpad.


No sería yo sin Dir en Grey, sin L'Arc~en~Ciel, sin la poesía que me ha marcado ni sin los mangas que contienen tantos de los valores que abrazo como míos.


No sería yo sin amar por encima de todo el sonido de un bajo eléctrico, que parece acompasarse con el mismísimo movimiento de la sangre dentro de mis arterias. No sería yo sin la música japonesa, que tan bien me ha transmitido el amor por dicho instrumento y me ha dejado disfrutar de los mejores bajistas.


No sería yo sin the GazettE, grupo al que he visto crecer casi desde el mismo inicio, desde su DISORDER allá por 2004, cuando eran unos críos ellos y unas niñatas nosotras, que sabíamos que estábamos descubriendo todo un universo cada vez que escuchábamos una nueva canción.


No sería yo sin Reita, icono absoluto del Visual Kei, bajista maravilloso, hombre sensible sin miedo a mostrarlo encima de un escenario, parte indispensable del rompecabezas que es ese grupo de amigos que han pasado sus momentos buenos y malos, pero siempre se han tenido los unos a los otros.


Hoy desperté con la noticia de la muerte de Reita. Y me puse a llorar antes siquiera de haber entrado en shock. Luego llegó la incredulidad. Una persona de 42 años, talentosa, admirada. Vital. 

Su último tuit lo puso hace apenas un día, y leerlo provoca dolor de corazón: Ojalá the GazettE dure para siempre.


No sé cómo encajar estas cosas ni si quiero hacerlo. Prefiero no pensar en el cómo y centrarme más bien en el qué. 

Reita se ha ido, exageradamente joven. Hay cuatro personas a las que quiero mucho que deben de estar en shock y sintiendo mucha tristeza por haber perdido un amigo. 

Y hay miles de personas a lo largo y ancho del mundo que hoy, mientras yo lloro, lo están haciendo también. Porque le queríamos mucho. Porque era nuestro icono y siempre lo va a seguir siendo.


¿Qué se hace cuando los héroes se van? Una necesita siempre poder mirar hacia arriba. 


Yo hoy doy las gracias. Por Dir en Grey hace unas semanas, a pesar de los problemas de salud que casi me impiden estar allí. Por L'Arc~en~Ciel en 2008. Por cada concierto catártico que he vivido. Por the GazettE TANTAS veces, en tantos momentos de mi vida, en los fines de semana de aburrimiento en la aldea, en las tardes compartidas con mi hermana devorando los conciertos en pantalla, en aquellas noches de Fisterra durante los últimos coletazos de la pandemia.


Y se van, y se van, y se van... 


Yo digo que no se van. Que Reita siempre ES en presente. Que mis héroes siempre SON en presente y el amor, agradecimiento y admiración por ellos permanecen inalterados. Que los reivindicaré hasta que me muera como motores de todas las veces que me he levantado y he aguantado tralla. 


Porque sí, esta mierda de la vida adulta "es lo que hay", pero si soy capaz de navegarla a pesar de no sentirme parte de ella es gracias al aliento que me da saber que hay más, que existen obras, artistas y vivencias que me permiten seguir siendo yo, sin dudas ni miedos, sin diagnóstico.


Te quiero mucho, Reita. En presente y a plazo fijo. 


No me vas a faltar nunca.

lunes, 30 de octubre de 2023

Kalavinka


Si alguien me preguntara, no dudaría en admitir que mi forma natural de expresarme es la escrita; que a diario tropiezo con las palabras cuando se trata de hablar mientras que descubro mis propios pensamientos a partir del movimiento de mis manos sobre un teclado. Diría que ha sido así siempre, que rara vez entiendo mis propios procesos antes de haberme sentado a dejar las palabras fluir por su propia cuenta.

Sin embargo, o quizá a causa de esto, está siendo muy complicado arrancar con este texto que me lleva quemando una semana pero no encuentra las expresiones correctas.

Hay algo sobre las partidas de los héroes que deja una tristeza difícil de localizar, profunda e imprecisa, un poco culpable. Como si no tuviéramos derecho a sentirla por no haber tratado a esas personas o no haber sabido realmente quiénes eran.

Pero yo sé quién era para mí Atsushi Sakurai y sé que hay una tristeza que ahora le pertenece con la que voy a convivir en adelante.


Si tuviera que encontrar precedente para lo que vengo sintiendo desde el martes pasado, cuando me desperté y lo primero que vi en el móvil fue un texto explicando que el vocalista de BUCK-TICK había fallecido; sin duda, esta partida me ha dejado un vacío similar al de David Bowie, aquella otra mañana que amanecí con la radio dando la noticia terrible. Hay artistas que, por su legado y por cómo han sido absolutos pioneros que han marcado a generaciones enteras de otros artistas, te dejan huérfano cuando se van. 

Cuando murió David Bowie, escribí en Instagram: "No creo en un mundo sin David Bowie". El martes pasado, con las manos temblando, el corazón latiendo muy pesado y en un estado de shock que aún arrastro, sólo pude escribir: "No creo en un mundo sin Atsushi Sakurai".

Hay figuras sin las cuales todo lo que vino después en nuestras vidas se tambalearía. 


Atsushi era un ARTISTA, así, en mayúsculas, con todas las letras y una rotundidad innegable. Era un visionario. Un tío con las influencias muy claras y un estilo maleable, pero definido. Un animal escénico, con un carisma arrollador, sexy y dueño de ello. Una de las personas francamente más hermosas que he visto en mi vida. Un escritor de gran talento, capaz de hacer poesía de cualquier trivialidad. Un hombre que en las grabaciones de estudio y plató desprendía una energía muy chill, buenrollera y tranquila. Un cantante con una voz y forma de cantar personales y reconocibles, con un tono ligero pero profundo y poderoso, siempre vibrado, capaz de divertir y sorprender y emocionar.

Atsushi era alguien que no tenía que morirse. Atsushi debía estar con nosotros mucho, muchísimo más tiempo.


Me he pasado la semana escuchando la discografía de BUCK-TICK (que fue uno de mis primeros grupos japoneses y sigue pareciéndome de los más originales y entretenidos de seguir), redescubriendo matices y dinámicas en temas que llevaba tiempo sin oír y volviendo a enamorarme de su último disco, que salió hace apenas unos meses. He escuchado la voz de Atsushi mientras conducía, cuando paseaba por la playa y se empastaba con las olas, y a las cinco de la mañana en medio de un episodio de insomnio. Se me han caído las lágrimas varias veces, he encontrado una profunda nostalgia en sus melodías y me he dado cuenta de que BUCK-TICK es como mirar el mar.

Pensaba en sus primeras influencias. Las del grupo y las de Atsushi. En el new wave y los new romantics ingleses, en David Bowie, en Duran Duran, en Bauhaus, en aquel post-punk tan expresivo. Se me vino a la cabeza la figura de Pete Burns, que tenía muchas de las cosas que también hacían hipnótico a Atsushi, y que encontró un final tan trágico; Burns, como Atsushi, se fue un mes de octubre a los 57 años. Mucho antes de lo debido. Dejando tras de sí la constancia de que había nacido para estar encima de un escenario.


Ya el fin de semana, en una escapada sanadora a Zamora, elegíamos música para el coche entre mi amiga y yo. Rara vez coincidimos en gustos, pero la sugerencia de reproducir una playlist de influencias de Depeche Mode nos pareció bien a ambas. Influencias que sin duda lo fueron también de Marilyn Manson y, obviamente, lo fueron también de BUCK-TICK.

En coche, a través de la Castilla vaciada, escuchando otras voces y otras maneras de combinar los sonidos, seguía escuchando a Atsushi. Lo que él sintetizaba en su forma de cantar, en su presencia como artista y en sus elecciones musicales. Lo que le había empujado a hacer música.


Atsushi Sakurai me ha dejado huérfana. No creo en un mundo sin él. No existen las últimas cuatro décadas de la música japonesa sin él. No existe el Visual Kei sin él. No existe el carisma sin él. 


Poco a poco se va diluyendo la sensación que me había acompañado durante toda la semana pasada, que no era tanto de pena como de cabreo con el mundo. Es una mala época para que me quiten artistas importantes. Estoy hipersensible, tocada aún por la partida de personas más cercanas y asustada por la inevitable fragilidad del hoy. El mundo no tiene derecho a quitarme, quitarnos, así a los artistas que hacen que vivir valga la pena, que nos alegran el día con una única canción, que nos hacen apreciar la versatilidad del ser humano. El mundo no tiene derecho a, en medio del caos y las guerras, aún venir a arrebatarnos aquellas cosas que nos hacen sentir mejor. 


Pero sí, se diluye. Era una pataleta. Queda la tristeza. Una tristeza que ya es suya para siempre dentro de mí. Una añoranza que voy a tener que abrazar. 


Y la admiración, eterna y sin reservas.


sábado, 16 de septiembre de 2023

Los sueños... veinte años después

 

Si miro hacia atrás en busca de mi primera noción de One Piece, llego inevitablemente a la obra de mi vida: a Rurouni Kenshin. Eiichiro Oda, antes de convertirse en el autor del manga más masivo, reconocido y rentable de la historia; había trabajado como ayudante de Nobuhiro Watsuki en Kenshin. Éste no dudó en explayarse, en los llamados free talks que dedicaba a los lectores entre capítulo y capítulo, acerca del nuevo manga de su colega, quien debutaba como autor en un shounen con nombre propio.
One Piece se estrenó en Telecinco en 2003, en plenos quince años de mi vida, cuando ésta y las de mis mejores amigos giraban en torno a nuestro amor por Kenshin, Saint Seiya y nuestros grupos japoneses favoritos. El anuncio de su emisión, para nosotros, significaba que podríamos ver "el anime del ayudante de Watsuki". Y, aún por encima, iba de piratas.

Si me hubieran preguntado hace un par de semanas, habría dicho que me disgustan profundamente los live actions (o versiones de imagen real) de obras de manga y anime. Casi siempre salen mal. Sí, ahí están lo feliz que me hicieron el de Alita y el de Nana, algunos de mangas que no he leído como Kingdom, o incluso el del mismo Kenshin, que ni se acerca al manga pero está bien. Sin embargo, el concepto de adaptación a carne y hueso me genera miedo y desconfianza y me niego y seguiré negando a consumir una americanada con el título de Saint Seiya, por poner un ejemplo.
Pero One Piece. One Piece con gente real sonaba al peor live action de la historia, y sin embargo he aquí que toda la gente que lo ha visto afirma que es bueno. Juro que jamás me habría sentado a mirarlo de no haberme escrito mi amiga Mai, la persona que vivió conmigo aquellos sábados y domingos de Telecinco, para decirme que le estaba encantando.

He tardado una semana entera en consumir los ocho episodios que conforman esta serie, la serie de Netflix de One Piece, por la única razón de que me he forzado a mí misma a alargarla para que me durara sólo un poco más: ese es el resumen de mi opinión al respecto.

One piece (2023) me ha devuelto a los quince años, a las mañanas de fin de semana partiéndome de risa con las ocurrencias de un anime desenfadado, ligero, creativo, absurdo y con muchísimo corazón. 
Diría que su primer gran acierto es el tono, ya que desde el instante en que vemos a Gold Roger pronunciar sus famosas palabras antes de ser ejecutado, sabemos que estamos ante una historia amable, ridícula y muy aventurera; por si no lo he dejado claro en suficientes ocasiones, no hay género en el que me sienta más en casa que el de aventuras y camaradería, y tal vez ese sea uno de los mayores motivos por los que amé One Piece en su día y la he vuelto a amar veinte años más tarde. Los creadores de la serie saben en todo momento con qué historia están trabajando, quiénes son sus personajes y dónde está el alma de lo que se quiere contar. Entienden que el disparate es parte indispensable de la narración, que Luffy es un tío que sólo ve aquello que quiere ver y que lo hace con determinación; que en la historia debe haber un tipo con cuernos de carnero porque sí y que los sueños son el motor de la vida, del shounen y de One Piece. La participación de Eiichiro Oda en el proceso resulta palpable, pero aunque no hubiera sido por él se habría seguido notando el inmenso cariño con el que está hecho un producto por fans y para fans, como una conversación animada en cualquier convención de manga.


Los personajes me parecen la mayor baza de la serie, con unos actores entregados y una caracterización impecable, no eludiendo en ningún momento los rasgos de su aspecto que más de dibujo animado resultan, sino abrazándolos sin que esto implique que nos los creamos menos o que no los compremos. Contribuye a la percepción de que los personajes SON los personajes el crisol étnico del elenco, muy siglo XXI y también muy One Piece; aporta colorido en pantalla y cercanía a aquel mundo pirata que no era otra cosa sino diverso.
No hay actor que no esté perfecto en su rol y no me refiero únicamente a los protagonistas, que son maravillosos, sino también a unos villanos deliciosos e incluso a los secundarios más trabajados que he visto en una adaptación de estas características.
Si Luffy (Iñaki Godoy) ES Luffy sin atisbo de duda, ninguno de sus compañeros de tripulación se queda atrás. Es más, ya que estoy, aprovecho para reconocer de forma pública que mi regresión a la infancia también ha pasado por enamorarme de un personaje tras otro al punto de tener que decir: no sé cuál es mi gran amor en One Piece. Como cuando tenía quince años, sufrí tremendo crush con Zoro (Mackenyu, al que ya conocía de mi amado dorama Todome no Kiss) para que luego apareciera Shanks (Peter Gadiot) a robarme el corazón y más adelante se interpusiera Sanji (Taz Skylar) en mis amoríos imaginarios con los anteriores (¡ES QUE HASTA ESO HAN CONSEGUIDO!).
De los villanos, estando todos excelentemente retratados, siento debilidad por Kuro (Alexander Maniatis), el mayordomo pirata cuyo gesto característico de colocarse las gafas imitábamos mis amigos y yo en los pasillos del colegio. Me ha parecido insuperable en su versión en carne y hueso.
Absolutamente perfectos también Usopp (Jacob Gibson), Koby (Morgan Davies) y hasta el putísimo Helmeppo (Aidan Scott), cuyo actor hace un trabajo brillante.
Pero el corazón de la serie, como ya era así en un anime lleno de buenas intenciones, es sin duda Nami; cuando he leído que la actriz (Emily Rudd) es una otaku de toda la vida y que este papel ha sido un sueño para ella, todo ha cobrado sentido. Interpreta con tantísimo acierto al personaje femenino por excelencia, con su complejidad, su inteligencia y su escepticismo. Nami tiene una mirada cargada de sueños y de tristezas, como los que llevan a cuestas todos los protagonistas, y de algún modo es la encargada de encarnarlos, incluso cuando es la única parte racional que cuestiona si sus propósitos no serán demasiado infantiles.

El diseño de producción, incluidos los planos selfie y móviles que aportan frescura y cercanía a la imagen, contribuye a ese tono casi pueril basado en el imperativo de ir a por nuestros sueños, por inalcanzables que estos parezcan. 
Los escenarios resultan tan originales como aquellos en los que se basan, tan narrativos como debían serlo.
También, al igual que ya me pasó cuando veía por primera vez el anime, me he emocionado encontrando los guiños a Rurouni Kenshin que metía Oda en el manga, como técnicas de esgrima similares, algún que otro parecido razonable con Marvel y cierta conversación sobre un tejado.

Hay una canción en el último (y bellísimo) disco de Hozier en la cual reflexiona sobre cómo en la vida acabamos tomando decisiones en función de lo que se espera de nosotros o lo que dicta nuestro mundo, pero estas suelen alejarnos de quienes somos: You and I burned out our steam / Chasing someone else's dream / How can something be so much heavier / But so much less than what it seems / Darling we sacrificed / We gave our time to something undefined / This phantom life / It sharpens like an image / But it sharpens like a knife. Al igual que no consigo evitar llorar cada vez que la escucho, hubo dos momentos musicales en la serie que me hicieron lagrimear sin parar y amar que One Piece haya venido a mis treinta y cinco años a hablarme de sueños.
El primero es cuando por fin consiguen el barco que será uno de los elementos más icónicos de la tripulación y comienza a sonar, en una versión sinfónica preciosa, el primer tema de apertura del anime, el mismo con el que he encabezado esta entrada. Me hizo tanta ilusión escuchar esa melodía en la serie, una melodía que es parte inseparable de mi adolescencia, que habría besado a quien decidió que no se podía prescindir de ella.
El otro momento es el final de la temporada, con la canción interpretada por AURORA poniendo voz a Nami en un tema bellísimo a nivel de melodía y de letra: Caught up in the whirlwind, a perfect storm / Reduce my sails and risk it all / Positions unknown and no sight of land / But I command, full speed ahead. Que la serie se despida así hasta un futuro encuentro (ojalá igual de bonito) es como si Nami/AURORA hablara por nosotros, los espectadores, que quizá en un principio hayamos sido los más escépticos con respecto a la viabilidad de la aventura porque nos ataban las cadenas de la realidad, de esta phantom life acerca de la cual cantaba Hozier; pero el sombrero de paja nos ha liberado y por fin podemos ver con claridad el horizonte hacia nuestros sueños: I'll draw a map of the world / Of lands unknown and untold / I'll guide my ship towards the morn' / Through the raging waters.

Los sueños como motor de la vida. Algo que siempre he tenido claro y casi he perdido por el camino, algo que se me ha devuelto en forma de historia disparatada de aventura y amistad. 


We all have dreams, but we outgrow them?

Not us. Not me.

Quiero más.

jueves, 24 de agosto de 2023

En route

Hola, ¿qué tal?


Veréis, la cosa es la siguiente: he escrito un texto muy sentido para Instagram, pero como Instagram es una mierda sólo me ha cabido un trozo y he tenido que publicar lo demás a fragmentos en comentarios. Y me ha dado mucha rabia tener que dejarlo así, de modo que he decidido que al menos aquí se quedaría escrito todo seguido y juntito, como debe ser.

Para entenderlo, sólo necesitáis conocer tres datos:

1. He estado de viaje 25 días en Noruega y me he enamorado profundamente.

2. No quería volver.

3. Me arrepiento de haber vuelto.

Dicho lo cual, os dejo que disfrutéis de mi maravillosa prosa de bloc de notas de teléfono móvil:


Siempre tengo la pretensión de escribir mucho durante los viajes, pero se me acaban cruzando vivencias, cansancio, compañía... y pierdo la capacidad de introspección. Me habría gustado dedicarle más tiempo, durante estas semanas pasadas, a considerar las huellas que lo presente me iba dejando y en especial por qué desde prácticamente el día uno sabía que me resultaría muy difícil irme de allí.

El camino comenzó de forma un tanto accidentada con la Lamongada de turno (si no entendéis el término "Lamongada", lo siento; sacadlo por contexto) cuando, recién llegadas al aeropuerto, me doy cuenta de que mi riñonera (con la documentación dentro) se ha quedado en el asiento trasero del coche, en un aparcamiento allá en el quinto pino. No sería la última vez que buscaría, desesperada, dónde narices estaba mi riñonera a lo largo del viaje: si algo he aprendido es que ese tipo de bártulo, por cómodo que resulte a veces, me da demasiados quebraderos de cabeza porque no soy capaz de responsabilizarme de él.

En Noruega perdí muchas cosas, no sólo la riñonera. Perdí el bloqueo que tenía con el inglés últimamente, el miedo en general a tener que hablar con la gente (en pocos lugares me he sentido tan cómoda haciéndolo) y la dignidad en demasiadas ocasiones; destacando por supuesto el momento de pánico cuando pensé que no iba a poder salir por mis propios medios del fiordo de Sogn, en el cual ya me había costado un poco entrar.

Constaté que a veces mi reacción natural es quedarme congelada viendo cómo las cosas suceden, como cuando un autobús decidió atropellar a alguien delante de mis narices; pero no vamos a hablar de eso.

Una de las cosas que más me preocupaban de irme era tener que conducir un coche automático, cosa que no había hecho en la vida; y, en efecto, el primer día me lo pasé acojonada porque se nos iba el pie izquierdo a embragar y lo que hacíamos era meter frenazos. Por no mencionar que nos lanzamos de lleno a la peor carretera posible con un vehículo que no controlábamos y que, además, era mucho más grande que el que en un inicio habíamos reservado. Recién llegada a Oporto, de nuevo en mi carraquita roja, ésta se me hizo tan enanita que casi eché de menos el Toyota; eso sí, la conducción manual que no me la quiten (por favor y gracias).

Noruega fue mucha carretera, o no tanta viendo el total final de kilómetros conducidos, pero sí intensa: estrechamientos imposibles con murete blanco que indicaba tremendo barranco, túneles de una apasionante variabilidad en cuanto a anchura, oscuridad y pulido de la piedra (ayer me dio la risa haciendo el de Folgoso); curvas bien cerraditas, puentes sinuosamente fascinantes, ¡puentes terminados en túnel!, emes (M), ovejas durmiendo la siesta en el asfalto y esperas para embarcar en ferry con pocas opciones de entretenimiento (según los noruegos).

Noruega también fue, o sobre todo fue, naturaleza. Ritmos pausados en parajes insólitos. Nos llamábamos la atención la una a la otra todo el tiempo, en plan: "¿Estás mirando a la derecha?". Llegado cierto punto, era normal que los paisajes fueran espectaculares y nuestro cerebro ya no reaccionaba con alarma; pero seguíamos quedándonos congeladas contemplándolos. 

El viaje habría mejorado de haber tenido buenas camas en todos los alojamientos, cosa que no sucedió. Hubo noches de elegir el suelo por incomodidad máxima, alguna otra de tener que luchar por evitar despeñarme y hubo unas cuantas horas en Lom, agotadísima como estaba aquel día que (ingenua yo) pensaba que me iba a caer redonda, que me las pasé en la ventana contemplando cómo la iglesia de madera brillaba tenuemente en mitad de la noche, sólo acompañada por el rugido del río.

Con todo (con el cansancio, el sueño, los desangramientos en fiordos, la propulsión de utensilios potencialmente hirientes desde mesas de heladerías, la activación involuntaria de alarmas de incendios y el echar de menos las mamparas de ducha durante casi veinticinco días), allí estábamos, en la última noche en Laerdal, planteándonos pasar de Bergen y quedarnos a vivir justo donde estábamos; y allí estábamos también el día del regreso, muertas tras siete horas de tren en el aeropuerto de Oslo señalando los destinos noruegos y pensando muy seriamente en cambiar nuestro billete.

A lo mejor la introspección llegará con el tiempo y entenderé mejor por qué siento que este viaje me ha dado tanto. Por qué siento que voy a compararlos todos con éste.


O quizá cambie y lo diluya en poesía y no llegue a rumiarlo nunca. 


jueves, 2 de marzo de 2023

Love song for a vampire


La vida. Beatriz, trece-catorce años, tímida e insegura. Aficionada al manga y a otras cosas que no interesaban a la mayoría de sus amigos. 

Me gustaría describir el primer encuentro, pero os prometo que no lo tengo muy claro. Creo que lo mezclo con el primer visionado de Rurouni Kenshin porque ambos ocurrieron por la misma época y en un lugar común. Vigo, piso de veraneo de mis padres, aquella salita improvisada mientras se hacían obras en el futuro salón.

Sí recuerdo el vídeo y los ojos. El vídeo: The Sacrament. Los ojos: los suyos. HIM estaba a punto de sacar Love Metal (2003) y aquella MTV pirateada que se emitía en las televisiones locales le hacía la promoción previa. A mí me impactaron varias cosas: el sonido del piano, los colores fríos que transmitían invierno, la mansión en el bosque. Y los ojos. Y la voz.

Tampoco recuerdo mucho de cómo les expliqué HIM a mis amigos de entonces, pero en un momento dado se asumía como parte de mí. Se me intenta escurrir una conversación con mi compañero Brais, guitarrista de su propio grupo, que se medio burlaba de "los finlandeses esos"; y se me desdibujan por completo los primeros pasos hacia Finlandia, Baudelaire, Poe y todas esas cosas que trajo consigo mi amor por Ville Valo.

En 4º de la ESO, hice un trabajo sobre mi grupo favorito y, aunque ya pululaba por mi vida L'Arc~en~Ciel, hasta estos días ha llegado la portada de lo que realmente hice; un retrato parcialmente calcado de Valo como primer bocado a unas cuantas páginas en las que me explayaba sobre el love metal y sus influencias.

En 1º de Bachiller conocí a Laura y, con ella, a su amiga gótica que también sabía de HIM, de Nightwish y de los grupos europeos que me empezaban a apasionar. Otra amiga se estaba relacionando con personas de gustos similares y yo compartía aquello a lo que había llegado sola pero que no podía quedarse confinado en mi cuerpo.

Con una compañera del instituto hablé una vez de HIM y me sentí tan personalmente insultada que nunca volví a intentarlo: tengo vívido el momento en que le explico que las letras de las canciones son una maravilla, me pregunta de qué van y le respondo que "amor y muerte unidos de forma intrínseca e indisoluble". Va la tía, y me replica: "Pues lo mismo que todos los grupos". En 2004, yo no sabía explicar la poesía y tampoco puedo hacerlo en 2023; pero, sin duda, debería haber puesto más de mi parte en aquella ocasión.


La primera vez que vi a HIM en directo fue en 2008. La vida había cambiado un poco. Había realizado mi primer viaje para asistir a un concierto (D'espairsRay 2007 en Fuenlabrada, never forget) y estudiaba en la universidad. Me iba sintiendo un poquito adulta y ya paladeaba las delicias de la libertad y el peregrinaje.

Fui a Madrid (mi primera visita a Madrid) con Mine y Aly, y algún día debería escribir largo y tendido acerca de mi historia con la primera y con su prima, que son y serán siempre el 50% de algo muy valioso. Aquel día de marzo hicimos cola, conocimos gente, nos dieron ataques de risa, se nos durmieron los pies y el culo y, por fin, al final del día tuvimos delante al grupo que me apasionaba. Lo recuerdo mágico, como debe serlo siempre el concierto de un artista que te agita. 

Pensando en retrospectiva, también fue un momento increíble para verlos. Acababan de publicar Venus Doom (2007), que hoy por hoy considero su disco más redondo, y la setlist incluyó auténticas obras de arte de ese álbum, como Sleepwalking past hope, Dead lovers' lane o Passion's killing floor. Me parece una locura haber presenciado esas canciones y aún más no poder recordarlas bien. Sí tengo presente cómo se me detenía el corazón cuando Valo cantaba: in my arms you won't sleep safely, pero no mucho más.

Dándole una vuelta al repertorio de ese momento, me explota el cerebro al darme cuenta de que sonó también It's All Tears (Drown in this Love). Qué locura.


No volvería a encontrármelos cara a cara (no volvieron a pisar España) hasta 2017, mi último año viviendo en Madrid, etapa vital muy distinta de la anterior. Qué felicidad al comprar las entradas, ¡había transcurrido una década! Hablar con gente de vernos allí. Planear llevarme conmigo a mi hermana, a quien "crié" a ritmo de love metal. Vaya jarro de agua fría cuando, unas semanas después de anunciar la gira, aclararon que se trataba de un tour de despedida, ya que se separaban como banda para hacer cosas distintas.

Así que les dije adiós, en la misma sala en la que los había visto en concierto por primera vez, llevándome conmigo a mi hermana como aquel padre que enseña las tierras que le lega a su hijo. Lo sentí como una misión cumplida a pesar del nudo en la garganta al saber que sería la última vez. En 2017 tocaron sus grandes himnos; tocaron Gone with the Sin, Join Me (in Death), Wicked Game, When Love and Death Embrace, Stigmata Diaboli... Tocaron su versión de Rebel Yell, con la que en su día me habían descubierto al amoriño que es Billy Idol

Salí de aquel concierto en medio de ataques de risa, que al cabo de una hora derivaron en un llanto desconsolado, para por la mañana concluir que: "Los cojones".

Me llevó sólo unos días localizar otra fecha del tour que me fuera bien y adquirir vuelos y entradas en reventa; a la vuelta del verano me planté un buen día en Praga para poder decirles adiós por segunda vez.

Para mí, este adiós en Praga fue catártico porque no se sintió tan adiós. Cuando les había visto en La Riviera, el público madrileño cantaba y lloraba y se desvivía en el directo. Europa siempre es otra cosa. Las audiencias con las que he coincidido en Polonia, Alemania, Finlandia... siempre me han resultado más serenas y a la vez respetuosas. Las voces de la gente no me impidieron oír la de Valo en Praga. El grupo habló más y se hizo entender mejor: era un adiós, pero no tenía por qué ser definitivo. Además, tenían proyectos en camino. Seguían siendo amigos. Estaban creativos, como se notó en la no poca experimentación que le metieron a las canciones. Me calmaron y volví muy tranquila a mi vida habitual.


2020. Narón. Cuarentena domiciliaria. Pertenezco sin duda a la minoría que recuerda con añoranza aquellos meses. No tener que ver a las gilipollas de mis compañeras del colegio. Gozar de horas y horas de no tener que cumplir con nada y poder dedicarlas a mí. A escribir. A leer. A volver a sumergirme en Rurouni Kenshin. 

Levantarme una mañana y encontrarme un heartagram coronando mis redes sociales. Nueva música, y no de la que Valo había hecho acompañando a The Agents en los tiempos posteriores a HIM, sino música marca Ville Valo. Marca heartagram. 

Valo, en cierto modo, fue mi cuarentena. Esa alegría y esperanza que trajeron sus canciones nuevas lo empañaron todo, incluso los momentos más distópicos y el miedo que daban las ristras de cifras que salían en la prensa.

Hacía tiempo que lo tenía pendiente, pero ese mismo año, viviendo ya en Fisterra por octubre o noviembre, ocurrió lo de la foto que encabeza esta entrada. Como no me gusta ser tan Doña Obvia, quería hacerme un heartagram sin hacerme un heartagram, y me acordé de mi primer concierto de HIM: la gira de Venus Doom. Sinceramente, es muy probable que cualquier día me acabe plantando un heartagram de verdad en cualquier otra parte del cuerpo, pero por lo pronto llevo a mi grupo grabado en la piel.


Obviamente, yo tenía que estar presente en la primera gira en solitario de este señor. Del señor que me ha dado Finlandia y a Billy Idol y a Annie Lennox y Suspiria y la poesía. Del señor que salió de su cuevecita en plena pandemia para hacerme feliz.

Y de Neon Noir (el disco, el concierto) puedo afirmar que es más intimista, que prescinde de los teclados que tanto caracterizaban a HIM y que destila sencillez y tranquilidad. Que su voz, y sus ojos, me llevan al mismo lugar mágico de siempre, a un paraje helado con figuras tétricas y runas aprendidas. Al abrazo del amor con la muerte. Que la palabra es, y ha sido siempre, poesía. 

Que el encuentro, esta vez tras seis años, me ha sorprendido dos décadas más vieja que aquel primero delante de la MTV. Ya soy otra persona, menos niña y más cargada de problemas, pero también más yo y más enamorada de las cosas que me hacen encontrarme. De HIM. De VV. De su Neon Noir, de su sonrisa mientras nos cantaba, de la humildad palpable en actos como dejar que cerraran el concierto, solos ante el aplauso, los músicos que iban con él. De lo mucho que nos seguimos pareciendo. De cómo me ha marcado. De cuánto de lo que soy se lo debo a él.


Amor de mi vida.


domingo, 1 de enero de 2023

2022 en conciertos



Madre mía. MADRE MÍA.

El mero hecho de estar escribiendo esta entrada me hace querer chillar de pura emoción. Después de todo 2020 (mi último concierto pre-pandemia había sido Dir en Grey en Berlín a comienzos de año), de todo 2021 y de la primera mitad de 2022... ¡Conciertos! De esos que planeo durante meses con viaje incluido, de los fortuitos, de los que me aceleran el corazón al tratarse de un artista de los que me han cambiado la vida.

Buf. Es inexplicable lo que siento al haber recuperado una parte de mí que echaba tanto de menos. Y es que, si lleváis un tiempo leyendo mis entradas, sabéis que eso es exactamente lo que la música en directo es en mi vida: un trozo indispensable de quien soy y de mi felicidad.
La cuarentena encontró una forma bonita de mantener viva esa emoción gracias a las retransmisiones en directo, pero, a medida que se reanudaban las giras en 2021, eso fue desapareciendo y su ausencia se sumó a los aplazamientos y cancelaciones de los pocos vivos a los que pensaba acercarme.
Total, que llegamos a mayo de 2022 con una sed muy acusada y viviendo en la Costa da Morte (que tanto añoro ahora). Y va el Concello de Vimianzo y se trae a las Tanxugueiras a abrir la temporada de festivales de la primavera-verano, y su (ligeramente accidentada) actuación en la capital de Soneira es mi primer concierto en dos años y medio. No esperaba que se tratara del primero DE UNOS CUANTOS en lo que restaba de 2022, pero aquí estamos.

Así que hoy, mientras despido el año de camino a mi casa desde Austria, donde he estado unos días renovando votos de amor por Rex, un policía diferente; os hablo un poquito de los grandes momentos que me ha dado en 2022 la música en vivo con el deseo de que la racha continúe mucho tiempo.


-Tanxugueiras. Originalmente estaba programado para el 16 de mayo, en medio y medio del puente de las Letras Galegas, pero esa misma tarde lo aplazaron al día siguiente por culpa de las peligrosas rachas de viento, no sin cierta polémica por cómo se gestionó el asunto por parte del Concello.
Como el resto de mi región, yo me había enamorado de Tanxugueiras gracias a Terra y el Benidorm Fest; si bien las conocía de pasada desde antes, no me había animado a escucharlas hasta que se metieron a hacer un sonido más pop combinando sus panderetas y cantos corales con ritmos de reguetón y electrónica.
El concierto fue una pasada, desde el acertado repertorio incluyendo temas más tradicionales y otros del nuevo disco, pasando por una correcta puesta en escena que permitía conectar con ellas y su simpatía natural, y hasta por supuesto el público lleno de niñas con panderetas viviendo su mejor vida.
Es emocionante ver cómo las Tanxus han conseguido despertar en tanta gente joven el amor por los instrumentos y sonidos tradicionales y fue genial vivirlo en un lugar que me ha dado tanto como Vimianzo y que para mí representa lo mejor de Galicia. 

-Sés. También en Vimianzo y como despedida final al curso más especial de mi vida en ese trocito irreemplazable de la Costa da Morte, vi a Sés dar un concierto enmarcado en el Asalto ao castelo: una fiesta histórica que recrea la quema del castillo por parte de los Irmandiños y exalta los sentimientos de libertad y unidad del pueblo. No es una Festa da Istoria de Ribadavia, sino que se trata de un evento mucho más pequeño, y quizá sea eso lo que lo hace tan especial. 
La mezcla de mi tristeza por irme de allí sin saber si volvería (volveré cuantas veces pueda, aunque probablemente ya nunca como profe), la emoción del asalto en sí y el hecho de estar como quien dice en primera fila, hicieron que disfrutara mucho del directo de Sés. No toda su música me gusta y no todos sus mensajes son compartidos por mí, pero valoro mucho la capacidad de una artista de su talla para ponerse al servicio de las cosas en las que cree y defenderlas en cada canción.
El repertorio fue una mezcla de canciones más clásicas y sonidos más rockeros, extraídos del último disco que había sacado en ese momento; y me sorprendió mucho el buenísimo directo que tiene y lo versátil de su voz en géneros bastante diferentes.

-Wucan. Nuestros últimos días de viaje alemán de este verano (que básicamente consistió en algunas de las ciudades de Baviera y Baden-Württemberg como Frankfurt, Stuttgart, Freiburg, Nüremberg, Augsburg, Sigmaringen...) los pasamos en Múnich tomándonoslo con calma, dándonos tiempo para planes como echar media tarde en una piscina (LA DE SUSPIRIA, NI MÁS NI MENOS, YA OS LO CONTÉ) o dedicar lo que pareció una eternidad a consternarnos y horrorizarnos en el campo de concentración de Dachau. Fue precisamente ese día, el de Dachau, cuando decidimos mientras desayunábamos que deberíamos buscar un concierto al que ir por la noche ya que iba a ser la última vez que pudiéramos hacerlo. Encontramos entradas para un grupo que se llamaba Wucan y sonaba bien en Spotify, a rock psicodélico muy clásico y muy bien tocado; y allí que nos fuimos. 
Gracias a Wucan, descubrimos lo que es un festival alemán de música y más cosas, el Free & Easy Festival, en el Backstage Kulturzentrum, una especie de jardín a varias alturas, con áreas interiores y exteriores, puestos de comida y cerveza y un ambiente peculiar con gente de todos los estilos y edades. Convivían a la misma hora conciertos y monólogos, por lo que nos dejamos caer por varias de esas actuaciones, pero el grupo al que dedicamos más tiempo fue Wucan, pese a que en aquel espacio laberíntico nos costó encontrar la diminuta sala en la que tocaban, que acabó tan llena que no cabía ni un alfiler.
Pese al agobio, la actuación me fascinó. Es de esas bandas que escuchas en directo y son infinitamente mejores que la música grabada, sobre todo porque su cantante, Francis Tobolsky, es una bestia escénica que hipnotiza con su voz descomunal, su aspecto de Amazona de Harlock Saga y el dominio espectacular de la flauta travesera y el theremin en un despliegue de psicodelia delicioso. 
Son un grupo pequeño que no toca mucho fuera de casa, así que me encantaría volver a coincidir con ellos si algún día regreso a Alemania porque me impactaron mucho.



-Raphael. No lo escondo, soy fan de Raphael y le rezo a la vida por que dure mucho, ya que su mera existencia me da fe en la humanidad. Ya había actuado en los conciertos de verano de Castrelos, en Vigo, en años anteriores; pero siempre me pillaba fuera. Por primera vez, se alinearon los astros y me pilló Raphael estando en Vigo y me gocé su actuación como una enana. 
Sorprendente y admirable que se encuentre en tan buena forma física, con una voz envolvente y un repertorio largo y variado. Tocó todas sus canciones míticas, incluida mi favorita Qué sabe nadie, así como algunos temas más recientes que no conozco tanto y alguna que otra versión como La llorona.
Para mí fue un disfrute poder verle. Me pasé casi dos horas con una sonrisa de oreja a oreja de la ilusión que me hacía estar allí.

-Salvador Sobral y Abe Rábade. En la misma línea de Raphael está para mí Salvador Sobral, ya que en ambos casos son artistas cuya música no escucho continuamente pero que admiro y me transmiten cosas bonitas. A Sobral le cogí especial cariño durante la cuarentena, cuando se dedicó a hacer directos de Instagram cantando de todo, incluidos los himnos de casi todas las Comunidades Autónomas de España. 
Este concierto se enmarcaba en el Festival TerraCeo, en la azotea del Auditorio Mar de Vigo con una vista maravillosa del atardecer tras las Cíes. Fue una actuación peculiar, desenfadada, que incluyó temas propios, versiones, poemas musicados y alguna que otra pieza del pianista que le acompañaba. Un batiburrillo especial salpicado de intervenciones habladas simpáticas que sacaban hierro a un estilo de música que normalmente se percibe como serio, pero no tiene por qué serlo.
Sobral es todo sensibilidad cuando canta y me puso la piel de gallina en más de una ocasión durante la velada.

-Iggy Pop. Lo cierto es que medio vi a algún que otro grupo más en el Festival Latitudes (¿se nos ha ido de las manos el número creciente de festivales de música? Se nos ha ido de las manos el número creciente de festivales de música), pero mi interés verdadero era Iggy Pop y sólo para él estuve de pie y a tope, muy cerca del escenario, muy cerca de la leyenda.
Honestamente, a estas alturas de la vida ya no contaba con verlo nunca. Allí, ante la iguana del rock, que sigue siendo un auténtico jefe que se merienda el concierto, pensaba en David Bowie y cómo de alguna manera ver a Iggy me acercaba también a él.
Iggy es una bestia parda. Tiene sus años, su cadera descolocada que imagino que tiene que doler mucho después de las actuaciones, y una personalidad desbordante que hace de un hombre bajito y menudo un auténtico huracán. La voz poderosa e impecable, la actitud más punkarra que nunca y un sentido del humor oscuro siempre presente dominaron una actuación maravillosa.
Me sentía en una nube flotando muy alto mientras Iggy se comía Vigo interpretando temas tan míticos como I wanna be your dog, Lust for life, The passenger o Gimme danger; pero también canciones recientes como James Bond o Free
La banda que lleva consigo es maravillosa, con mención especial a la guitarrista Sarah Lipstate, y en lo personal veo a Iggy en un momento maravilloso de su carrera, haciendo como siempre lo que le da la gana y participando en proyectos tan hipnóticos como The Dictator de Catherine Graindorge o You want it darker de Here It Is; y sacando temas nuevos que son una maravilla, como su más reciente Strung Out Johnny
Ojalá le queden muchos años por delante de desbordar talento porque, aunque se empeñó en decir unas cuantas veces que estaba mayor y algún día tendría que morir, yo lo vi más vivo que nunca.



-Placebo. La temporada de conciertos en Galicia estaba siendo increíble y el anuncio de un grupazo como Placebo en el Expourense sólo la mejoró. Placebo es una de esas bandas que llevan en mi imaginario desde la adolescencia y que me resultan icónicas e incuestionables. 
La actuación formaba parte del paquete de conciertos del Xacobeo y a nuestro alcalde pareció molestarle tanto que no sólo no le hizo nada de publicidad, sino que encima se dedicó a escribir mentiras al respecto de la cantidad de entradas vendidas en relación con el aforo permitido en el local; un imbécil el tío, siempre y en todo lugar.
La realidad: un directo PERFECTO. Sonaron a gloria, tocaron sus temas más conocidos además de bastantes canciones de su maravilloso último disco Never let me go. El sonido fue impecable, música en directo de una calidad intachable. Hubo rock, hubo indie, hubo psicodelia y hubo un gran repertorio. 
Su relación con el escenario y con las canciones les convierte en uno de esos grupos que quizá no conecten tanto con la audiencia por interacción directa como lo hacen a través del sonido.

-Muse. Era la segunda vez que los veía y no sé si me hacía más ilusión el concierto en sí (dado que es un grupo que me gustaba mucho hace años, pero cada día lo hace menos) o pisar por fin el interior de Balaídos, donde no había estado nunca ni lo habría hecho de otro modo porque odio el fútbol.
Justo al contrario que Placebo (y también justo al contrario que cuando los había visto en el Monte do Gozo de Santiago hace años), Muse no tuvo un gran sonido y supongo que se debe más a la acústica del campo que a otra cosa. Tampoco hay que olvidar que el campo de fútbol todavía está sin terminar su remodelación y entre los espacios, los andamios en uno de los laterales, que medio estadio estaba cerrado al público... En fin, las condiciones no ayudaron.
El repertorio fue acertado, incluyendo sus grandes temas de cada disco y por supuesto varios del último, que para mí es un batiburrillo muy extraño pero tiene algunas canciones que se dejan escuchar.
Estuvo bien, con mucha parafernalia, Matt más cercano de lo que lo recuerdo en Santiago y diversión garantizada. Me lo pasé muy bien.

-Alter Bridge (con Mammoth WVH y unos TREMENDOS Halestorm). Alter Bridge. Ellos. ELLOS. Creo que nunca he llegado a explicaros correctamente lo importante que ha sido este grupo para mí en los últimos años. 
En diciembre de 2019, mi última visita pre-pandemia a Madrid me llevó a un concierto de mis queridos Shinedown y otro grupo al que no había escuchado mucho: Alter Bridge. Escribí una crónica al respecto a mi vuelta y ya dejaba caer que los segundos me habían enamorado, pero aún no sabía que me iba a pasar muchas horas de aquella época metida en el coche, viendo llover y encontrando comprensión, confort y fuerza en sus canciones.
Alter Bridge me pilló en un momento donde vivía en un sitio que no me encantaba (aunque luego le cogería todo el cariño del mundo), no tenía amigos cerca y en el trabajo no podía ser más infeliz con unos compañeros competitivos, retorcidos y con valores cuestionables. Me costaba muchísimo entrar en el colegio por las mañanas, iba totalmente a mi rollo y me pasaba las tardes-noche intentando respirar profundo e impedir que me invadiera la ansiedad. 
Que llegue un grupo que canta con toda honestidad que las dificultades están ahí, que la vida es difícil, pero que depende de uno mismo salir adelante y mejorar; uf, fue crucial. De alguna manera, no habría sobrevivido sin ellos.
En 2022, casi tres años más tarde, Alter Bridge me llevó de vuelta a Madrid, la primera visita desde 2019. Me hospedé en el mismo hotel de Callao (y me adjudicaron la misma habitación), cogí el mismo metro hasta Vistalegre y escuché casi la misma setlist, salvo porque unos poquitos temas desaparecieron para dejar paso a otros de su grandioso último disco, Pawns & Kings.
Ha sido muy distinto volver a escuchar las mismas canciones desde el conocimiento, más emocionante. Canté muchísimo, me dejé la garganta, las piernas y hasta hice amigos en las incomodísimas gradas donde NUNCA MÁIS me veréis intentar encajar.
Alter Bridge son pura humildad, hay pocos grupos que me transmitan esa sencillez y normalidad de unos músicos que simplemente se suben al escenario a transmitir un mensaje y hacer magia. 
Me ha hecho muy feliz su nuevo disco y me hizo muy feliz volver a verlos, y ya estoy deseando el próximo encuentro (maldito Resu).


En fin, que 2022 ha sido maravilloso en lo que a música en directo se refiere porque por fin eso que tanto amo ha vuelto a mí.
Y pasa una cosa curiosa con las cosas que se recuperan: las normalizamos de nuevo como si no hubiera habido un período donde no las teníamos en absoluto. Intento recordarme cada vez que no, no es normal. Que hubo dos años en que coger un avión, plantarme en Madrid y ver a mi grupo favorito no era posible. Que puede volver a pasar en cualquier momento.
Y que por eso no tengo que darlo por sentado y me debo a mí misma el disfrutar al máximo de cada una de esas oportunidades.


¡Feliz 2023, que sea amable con vosotros!