jueves, 24 de agosto de 2023

En route

Hola, ¿qué tal?


Veréis, la cosa es la siguiente: he escrito un texto muy sentido para Instagram, pero como Instagram es una mierda sólo me ha cabido un trozo y he tenido que publicar lo demás a fragmentos en comentarios. Y me ha dado mucha rabia tener que dejarlo así, de modo que he decidido que al menos aquí se quedaría escrito todo seguido y juntito, como debe ser.

Para entenderlo, sólo necesitáis conocer tres datos:

1. He estado de viaje 25 días en Noruega y me he enamorado profundamente.

2. No quería volver.

3. Me arrepiento de haber vuelto.

Dicho lo cual, os dejo que disfrutéis de mi maravillosa prosa de bloc de notas de teléfono móvil:


Siempre tengo la pretensión de escribir mucho durante los viajes, pero se me acaban cruzando vivencias, cansancio, compañía... y pierdo la capacidad de introspección. Me habría gustado dedicarle más tiempo, durante estas semanas pasadas, a considerar las huellas que lo presente me iba dejando y en especial por qué desde prácticamente el día uno sabía que me resultaría muy difícil irme de allí.

El camino comenzó de forma un tanto accidentada con la Lamongada de turno (si no entendéis el término "Lamongada", lo siento; sacadlo por contexto) cuando, recién llegadas al aeropuerto, me doy cuenta de que mi riñonera (con la documentación dentro) se ha quedado en el asiento trasero del coche, en un aparcamiento allá en el quinto pino. No sería la última vez que buscaría, desesperada, dónde narices estaba mi riñonera a lo largo del viaje: si algo he aprendido es que ese tipo de bártulo, por cómodo que resulte a veces, me da demasiados quebraderos de cabeza porque no soy capaz de responsabilizarme de él.

En Noruega perdí muchas cosas, no sólo la riñonera. Perdí el bloqueo que tenía con el inglés últimamente, el miedo en general a tener que hablar con la gente (en pocos lugares me he sentido tan cómoda haciéndolo) y la dignidad en demasiadas ocasiones; destacando por supuesto el momento de pánico cuando pensé que no iba a poder salir por mis propios medios del fiordo de Sogn, en el cual ya me había costado un poco entrar.

Constaté que a veces mi reacción natural es quedarme congelada viendo cómo las cosas suceden, como cuando un autobús decidió atropellar a alguien delante de mis narices; pero no vamos a hablar de eso.

Una de las cosas que más me preocupaban de irme era tener que conducir un coche automático, cosa que no había hecho en la vida; y, en efecto, el primer día me lo pasé acojonada porque se nos iba el pie izquierdo a embragar y lo que hacíamos era meter frenazos. Por no mencionar que nos lanzamos de lleno a la peor carretera posible con un vehículo que no controlábamos y que, además, era mucho más grande que el que en un inicio habíamos reservado. Recién llegada a Oporto, de nuevo en mi carraquita roja, ésta se me hizo tan enanita que casi eché de menos el Toyota; eso sí, la conducción manual que no me la quiten (por favor y gracias).

Noruega fue mucha carretera, o no tanta viendo el total final de kilómetros conducidos, pero sí intensa: estrechamientos imposibles con murete blanco que indicaba tremendo barranco, túneles de una apasionante variabilidad en cuanto a anchura, oscuridad y pulido de la piedra (ayer me dio la risa haciendo el de Folgoso); curvas bien cerraditas, puentes sinuosamente fascinantes, ¡puentes terminados en túnel!, emes (M), ovejas durmiendo la siesta en el asfalto y esperas para embarcar en ferry con pocas opciones de entretenimiento (según los noruegos).

Noruega también fue, o sobre todo fue, naturaleza. Ritmos pausados en parajes insólitos. Nos llamábamos la atención la una a la otra todo el tiempo, en plan: "¿Estás mirando a la derecha?". Llegado cierto punto, era normal que los paisajes fueran espectaculares y nuestro cerebro ya no reaccionaba con alarma; pero seguíamos quedándonos congeladas contemplándolos. 

El viaje habría mejorado de haber tenido buenas camas en todos los alojamientos, cosa que no sucedió. Hubo noches de elegir el suelo por incomodidad máxima, alguna otra de tener que luchar por evitar despeñarme y hubo unas cuantas horas en Lom, agotadísima como estaba aquel día que (ingenua yo) pensaba que me iba a caer redonda, que me las pasé en la ventana contemplando cómo la iglesia de madera brillaba tenuemente en mitad de la noche, sólo acompañada por el rugido del río.

Con todo (con el cansancio, el sueño, los desangramientos en fiordos, la propulsión de utensilios potencialmente hirientes desde mesas de heladerías, la activación involuntaria de alarmas de incendios y el echar de menos las mamparas de ducha durante casi veinticinco días), allí estábamos, en la última noche en Laerdal, planteándonos pasar de Bergen y quedarnos a vivir justo donde estábamos; y allí estábamos también el día del regreso, muertas tras siete horas de tren en el aeropuerto de Oslo señalando los destinos noruegos y pensando muy seriamente en cambiar nuestro billete.

A lo mejor la introspección llegará con el tiempo y entenderé mejor por qué siento que este viaje me ha dado tanto. Por qué siento que voy a compararlos todos con éste.


O quizá cambie y lo diluya en poesía y no llegue a rumiarlo nunca. 


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