Era uma vez um Poeta
Que vivia num Castelo,
Num Castelo abandonado,
Povoado só de medos...
- Um Castelo com portões que nunca abriam,
E outros que abriam sem ninguém os ir abrir,
E onde os ventos dominavam,
E donde os corvos saíam,
Para almoços
Que faziam
De mendigos que caíam lá nos fossos...
Havia no Castelo, ao fim dum corredor,
(Um corredor grande, grande,
Frio, frio,
Como abóbadas sonoras como poços)
Um vitral.
Era um vitral singular...
E é bem verdade que ninguém sabia
O que ele ali fazia,
ao fim daquele corredor,
Naquela parede ao fundo,
Aquele vitral baço e quase já sem cor.
Nem o Poeta o sabia...
Nem o Poeta o sabia,
Muito embora noite e dia
Meditasse
No vitral quase sem cor
Que estava pr'ali na sombra
Do fundo do corredor -
Com ar de quem aguardasse...
Quando, a meio da noite, o Poeta acordava,
Levantava-se e, até dia, delirava.
Era a hora do Medo...
E passeava, delirando, pelos longos corredores,
Descia as escadarias,
Corria as salas.
Sob os seus pés, as sombras deslizavam.
Pelos recantos, os fantasmas encolhiam-se.
E, devagar, bem devagar, no escuro,
Portões abriam-se, e fechavam-se, e gritavam sem rumor.
O Poeta só parava
Diante do tal vitral,
Ao fim do tal corredor...
E sonhava.
Sonhava que, para lá
Daqueles doirados velhos,
Daqueles roxos mordidos,
Que morriam
Sobre o fundo espesso e negro,
Havia...
Mas que haveria?
Qualquer coisa bem ao perto
Que o chamava de tão longe...!
E, mudo, ali ficava até ser dia,
Enquanto os ventos, lá fora,
Fingiam mortos a rir...
Enquanto as sombras passavam...
Enquanto os portões rodavam,
Sem ninguém os ir abrir!
Mas, um dia,
- Eis, ao menos, o que dizem -
O Poeta endoideceu.
E, fosse Deus que o chamasse
Ou o Diabo que lhe deu,
(Não sei...)
Sei que uma noite, a horas desconformes,
O Doido alevantou-se nu e lívido,
Com os cabelos soltos e revoltos,
A boca imóvel como as das estátuas,
Os olhos fixos, sonâmbulos, enormes...
Pegou do archote,
Desceu, escada a escada, a muda escadaria,
Seguiu pelo corredor.
Em derredor,
As sombras doidas esvoaçavam contra os muros.
Lá muito longe, o vento era um gemido que morria...
Ao fim do tal corredor,
Havia
O tal vitral.
E, de golpe,
Como dum voo em linha recta,
O Poeta-Doido ergueu-se contra ele,
Direito como uma seta...
A cabeça ficou dentro,
O corpo ficou de fora...
E os verdes, os lilases, os vermelhos da vidraça
Laivaram-se de sangue que manava,
E que fazia,
Nas lájeas do corredor,
Um rio que não secava...
Mas, no instante em que morria,
Abrindo os olhos,
- Olhos de tentação divina e demoníaca -
O Poeta pôde ver
.... E viu:
Viu que, por trás do vitral baço, havia
Um nicho feito no muro.
Dentro, iluminando o escuro,
De pé sobre tesoiros e tesoiros,
Estava
Certo cadáver duma Santa
Que fora embalsamada há muitos séculos...
E a Santa, que o esperava,
Despertou,
E, sorrindo-lhe e curvando-se, beijou
A cabeça degolada.
EL POETA LOCO, LA VIDRIERA Y LA SANTA MUERTA (traducción cutremente realizada por una servidora)
Había una vez un poeta
que vivía en un castillo,
en un castillo abandonado
poblado sólo de miedos...
-Un castillo con portones que no se abrían nunca
y otros que se abrían sin que los abriera nadie,
y donde los vientos gobernaban,
y donde los cuervos salían,
a almuerzos
que hacían
de mendigos caídos allá en los fosos...
Había en el castillo, al final de un corredor,
(un corredor grande, grande,
frío, frío,
con bóvedas que resonaban como pozos)
una vidriera.
Era una vidriera singular...
Y bien es verdad que nadie sabía
lo que él allí hacía,
al final de aquel corredor,
en aquella pared del fondo,
aquella vidriera oscura y ya casi sin color.
Ni el poeta lo sabía...
Ni el poeta lo sabía,
por más que noche y día
meditase
ante la vidriera casi sin color
que estaba allí, en la oscuridad
al final del corredor
-Como quien está esperando...
Cuando, en mitad de la noche, el poeta despertaba,
se levantaba y, hasta el día, deliraba.
Era la hora del miedo...
Y paseaba, delirando, por los largos corredores,
bajaba las escaleras,
recorría las estancias.
Bajo sus pies, las sombras se deslizaban
por los resquicios, los fantasmas se encogían.
Y despacio, muy despacio, en la oscuridad,
los portones se abrían y se cerraban y giraban sin rumor.
El poeta sólo paraba
delante de aquella vidriera
al final de aquel corredor...
Y soñaba.
Soñaba que, más allá
de aquellos dorados viejos,
de aquellos rojos mordidos
que morían
sobre el fondo espeso y negro,
había...
Pero, ¿qué habría?
Cualquier cosa muy cercana
que llamaba desde lejos...
Y, mudo, allí se quedaba hasta que se hacía de día,
mientras el viento, allá fuera,
fingía la risa de un muerto...
Mientras las sombras pasaban,
mientras los portones rodaban
sin que nadie los fuera a abrir.
Pero un día
-O, al menos, eso dicen-
el poeta enloqueció.
Fuera Dios quien lo llamaba
o el Diablo el que lo poseía,
(No sé...)
sé que una noche, a horas intempestivas,
el loco se levantó desnudo y lívido,
con cabellos sueltos y revueltos,
la boca inmóvil como la de una estatua,
los ojos fijos, sonámbulos, enormes...
Cogió la antorcha,
bajó, peldaño a peldaño, la muda escalera,
siguió por el corredor.
Alrededor,
las sombras locas se arrojaban contra los muros.
Allá, a lo lejos, el viento era un gemido agonizante...
Al final de aquel corredor
estaba
aquella vidriera.
Y, de golpe,
como en un vuelo en línea recta,
el poeta loco se arrojó contra ella,
directo como una flecha.
La cabeza quedó dentro,
el cuerpo quedó fuera...
Y los verdes, los lilas, los rojos de la vidriera
se tiñeron de la sangre que manaba,
y que hacía,
en las losas del corredor,
un río que no se secaba...
Pero, en el instante en que moría,
abriendo los ojos,
-Ojos de tentación divina y demoníaca-
el poeta pudo ver
... y vio:
Vio que, por detrás de la vidriera oscura, había
un nicho incrustado en el muro.
Dentro, iluminando la oscuridad,
de pie sobre cientos de tesoros,
estaba
el cadáver de cierta santa
que fuera embalsamada hacía muchos siglos...
Y la santa, que lo esperaba,
despertó,
y, sonriendo y agachándose, besó
la cabeza degollada.
¡Feliz domingo!
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