sábado, 16 de septiembre de 2023

Los sueños... veinte años después

 

Si miro hacia atrás en busca de mi primera noción de One Piece, llego inevitablemente a la obra de mi vida: a Rurouni Kenshin. Eiichiro Oda, antes de convertirse en el autor del manga más masivo, reconocido y rentable de la historia; había trabajado como ayudante de Nobuhiro Watsuki en Kenshin. Éste no dudó en explayarse, en los llamados free talks que dedicaba a los lectores entre capítulo y capítulo, acerca del nuevo manga de su colega, quien debutaba como autor en un shounen con nombre propio.
One Piece se estrenó en Telecinco en 2003, en plenos quince años de mi vida, cuando ésta y las de mis mejores amigos giraban en torno a nuestro amor por Kenshin, Saint Seiya y nuestros grupos japoneses favoritos. El anuncio de su emisión, para nosotros, significaba que podríamos ver "el anime del ayudante de Watsuki". Y, aún por encima, iba de piratas.

Si me hubieran preguntado hace un par de semanas, habría dicho que me disgustan profundamente los live actions (o versiones de imagen real) de obras de manga y anime. Casi siempre salen mal. Sí, ahí están lo feliz que me hicieron el de Alita y el de Nana, algunos de mangas que no he leído como Kingdom, o incluso el del mismo Kenshin, que ni se acerca al manga pero está bien. Sin embargo, el concepto de adaptación a carne y hueso me genera miedo y desconfianza y me niego y seguiré negando a consumir una americanada con el título de Saint Seiya, por poner un ejemplo.
Pero One Piece. One Piece con gente real sonaba al peor live action de la historia, y sin embargo he aquí que toda la gente que lo ha visto afirma que es bueno. Juro que jamás me habría sentado a mirarlo de no haberme escrito mi amiga Mai, la persona que vivió conmigo aquellos sábados y domingos de Telecinco, para decirme que le estaba encantando.

He tardado una semana entera en consumir los ocho episodios que conforman esta serie, la serie de Netflix de One Piece, por la única razón de que me he forzado a mí misma a alargarla para que me durara sólo un poco más: ese es el resumen de mi opinión al respecto.

One piece (2023) me ha devuelto a los quince años, a las mañanas de fin de semana partiéndome de risa con las ocurrencias de un anime desenfadado, ligero, creativo, absurdo y con muchísimo corazón. 
Diría que su primer gran acierto es el tono, ya que desde el instante en que vemos a Gold Roger pronunciar sus famosas palabras antes de ser ejecutado, sabemos que estamos ante una historia amable, ridícula y muy aventurera; por si no lo he dejado claro en suficientes ocasiones, no hay género en el que me sienta más en casa que el de aventuras y camaradería, y tal vez ese sea uno de los mayores motivos por los que amé One Piece en su día y la he vuelto a amar veinte años más tarde. Los creadores de la serie saben en todo momento con qué historia están trabajando, quiénes son sus personajes y dónde está el alma de lo que se quiere contar. Entienden que el disparate es parte indispensable de la narración, que Luffy es un tío que sólo ve aquello que quiere ver y que lo hace con determinación; que en la historia debe haber un tipo con cuernos de carnero porque sí y que los sueños son el motor de la vida, del shounen y de One Piece. La participación de Eiichiro Oda en el proceso resulta palpable, pero aunque no hubiera sido por él se habría seguido notando el inmenso cariño con el que está hecho un producto por fans y para fans, como una conversación animada en cualquier convención de manga.


Los personajes me parecen la mayor baza de la serie, con unos actores entregados y una caracterización impecable, no eludiendo en ningún momento los rasgos de su aspecto que más de dibujo animado resultan, sino abrazándolos sin que esto implique que nos los creamos menos o que no los compremos. Contribuye a la percepción de que los personajes SON los personajes el crisol étnico del elenco, muy siglo XXI y también muy One Piece; aporta colorido en pantalla y cercanía a aquel mundo pirata que no era otra cosa sino diverso.
No hay actor que no esté perfecto en su rol y no me refiero únicamente a los protagonistas, que son maravillosos, sino también a unos villanos deliciosos e incluso a los secundarios más trabajados que he visto en una adaptación de estas características.
Si Luffy (Iñaki Godoy) ES Luffy sin atisbo de duda, ninguno de sus compañeros de tripulación se queda atrás. Es más, ya que estoy, aprovecho para reconocer de forma pública que mi regresión a la infancia también ha pasado por enamorarme de un personaje tras otro al punto de tener que decir: no sé cuál es mi gran amor en One Piece. Como cuando tenía quince años, sufrí tremendo crush con Zoro (Mackenyu, al que ya conocía de mi amado dorama Todome no Kiss) para que luego apareciera Shanks (Peter Gadiot) a robarme el corazón y más adelante se interpusiera Sanji (Taz Skylar) en mis amoríos imaginarios con los anteriores (¡ES QUE HASTA ESO HAN CONSEGUIDO!).
De los villanos, estando todos excelentemente retratados, siento debilidad por Kuro (Alexander Maniatis), el mayordomo pirata cuyo gesto característico de colocarse las gafas imitábamos mis amigos y yo en los pasillos del colegio. Me ha parecido insuperable en su versión en carne y hueso.
Absolutamente perfectos también Usopp (Jacob Gibson), Koby (Morgan Davies) y hasta el putísimo Helmeppo (Aidan Scott), cuyo actor hace un trabajo brillante.
Pero el corazón de la serie, como ya era así en un anime lleno de buenas intenciones, es sin duda Nami; cuando he leído que la actriz (Emily Rudd) es una otaku de toda la vida y que este papel ha sido un sueño para ella, todo ha cobrado sentido. Interpreta con tantísimo acierto al personaje femenino por excelencia, con su complejidad, su inteligencia y su escepticismo. Nami tiene una mirada cargada de sueños y de tristezas, como los que llevan a cuestas todos los protagonistas, y de algún modo es la encargada de encarnarlos, incluso cuando es la única parte racional que cuestiona si sus propósitos no serán demasiado infantiles.

El diseño de producción, incluidos los planos selfie y móviles que aportan frescura y cercanía a la imagen, contribuye a ese tono casi pueril basado en el imperativo de ir a por nuestros sueños, por inalcanzables que estos parezcan. 
Los escenarios resultan tan originales como aquellos en los que se basan, tan narrativos como debían serlo.
También, al igual que ya me pasó cuando veía por primera vez el anime, me he emocionado encontrando los guiños a Rurouni Kenshin que metía Oda en el manga, como técnicas de esgrima similares, algún que otro parecido razonable con Marvel y cierta conversación sobre un tejado.

Hay una canción en el último (y bellísimo) disco de Hozier en la cual reflexiona sobre cómo en la vida acabamos tomando decisiones en función de lo que se espera de nosotros o lo que dicta nuestro mundo, pero estas suelen alejarnos de quienes somos: You and I burned out our steam / Chasing someone else's dream / How can something be so much heavier / But so much less than what it seems / Darling we sacrificed / We gave our time to something undefined / This phantom life / It sharpens like an image / But it sharpens like a knife. Al igual que no consigo evitar llorar cada vez que la escucho, hubo dos momentos musicales en la serie que me hicieron lagrimear sin parar y amar que One Piece haya venido a mis treinta y cinco años a hablarme de sueños.
El primero es cuando por fin consiguen el barco que será uno de los elementos más icónicos de la tripulación y comienza a sonar, en una versión sinfónica preciosa, el primer tema de apertura del anime, el mismo con el que he encabezado esta entrada. Me hizo tanta ilusión escuchar esa melodía en la serie, una melodía que es parte inseparable de mi adolescencia, que habría besado a quien decidió que no se podía prescindir de ella.
El otro momento es el final de la temporada, con la canción interpretada por AURORA poniendo voz a Nami en un tema bellísimo a nivel de melodía y de letra: Caught up in the whirlwind, a perfect storm / Reduce my sails and risk it all / Positions unknown and no sight of land / But I command, full speed ahead. Que la serie se despida así hasta un futuro encuentro (ojalá igual de bonito) es como si Nami/AURORA hablara por nosotros, los espectadores, que quizá en un principio hayamos sido los más escépticos con respecto a la viabilidad de la aventura porque nos ataban las cadenas de la realidad, de esta phantom life acerca de la cual cantaba Hozier; pero el sombrero de paja nos ha liberado y por fin podemos ver con claridad el horizonte hacia nuestros sueños: I'll draw a map of the world / Of lands unknown and untold / I'll guide my ship towards the morn' / Through the raging waters.

Los sueños como motor de la vida. Algo que siempre he tenido claro y casi he perdido por el camino, algo que se me ha devuelto en forma de historia disparatada de aventura y amistad. 


We all have dreams, but we outgrow them?

Not us. Not me.

Quiero más.

1 comentario:

  1. ¡Muchas gracias por tu comentario! Me está encantando ver que mucha gente que no era fan se ha enganchado a la serie y ahora tiene interés por la historia original. Yo reconozco que dejé de seguir el anime cuando ya se dejó de emitir en España y hoy por hoy me parece una locura ponerme con algo tan largo, pero el tramo todo que se emitió aquí seguramente lo volveré a ver después de lo feliz que me ha hecho la serie.
    (Naruto nunca la vi, la gente era demasiado cansina y a mí no me llamaba nada).

    ¡Que tengas un buen día!

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