Tiene algunas ventajas el poseer una atención y una memoria tan dispersas que no recuerdas casi nada de lo que has dicho o escrito.
Por ejemplo, que llegas aquí a sacar de dentro cosas íntimas que no te apetece plasmar en ningún otro lugar, y entonces te llama la atención la entrada anterior, escrita en julio y de la que no te acordabas.
Te pones a leerla y te da la risa tonta de lo conectada que te sientes con esas cosas que ni siquiera sabías que habías pensado ya hace dos meses.
Yo venía hoy aquí por Finlandia. Porque he tenido el curso y el verano mentalmente más extraños en mucho tiempo, pero entonces la vida me ha llevado de vuelta a Helsinki por un momento, y esa experiencia fugaz ha sido suficiente para volver a reconocerme a mí misma.
Y es curioso que aquí, en el blog, me esperase yo misma, aferrada siempre a las palabras de Byung Chul-Han, con la respuesta; como tampoco deja de ser paradójico que haya utilizado entonces la expresión "difuminarse" para referirme a lo mismo que me acaba de explicar con ese término el dorama que he acabado de ver hace una hora: Glass Heart.
Total, que vengo aquí a hablar de nada, a repetirme, a volver a hacerme pensar lo que ya he pensado antes y a expresar lo que también han observado otros. Pero es que Helsinki.
Es que Helsinki.
Veréis, me he pasado un mes en Grecia entre julio y agosto. He recorrido Creta y después he conocido la versión insular del país, un lugar riquísimo en tantas cosas que no sabría por dónde empezar a enumerar sus maravillas. Pero puedo decir que me he sentido yo misma en quizá un 20 o 30% del viaje y me he pasado todo el resto del tiempo extraña conmigo misma y con los demás, irreconciliable con mi propia persona, enfrentada a un tipo de verano que no es el que a mí me gusta (calor y playa buscaban las personas con las que viajaba, y en vez de decir que esta vez no encajábamos juntas, me callé y embargué mi tranquilidad a cambio de cosas muy valiosas, pero contempladas desde la alienación).
Pero después de Grecia pasaba una cosa. Algo que jamás habría esperado, algo que provenía del mes de marzo y que hasta entonces ni siquiera había barajado, algo que en esos pocos meses de margen no tuve tiempo de calibrar cómo operaría en mí.
Veréis, este blog se llama House of the Silent. Sus secciones tienen nombres como Little Angel, 4 Seasons Rush o Bitter Joy; no es casualidad que en su momento eligiera la discografía de Charon para colorear mi blog, ¡es que amaba ese grupo! Lo descubrí con 16-17 años y la fascinación fue instantánea: por el sonido, por la fuerza vocal, por la pasión, por la poesía. Amaba Charon, me sentía canalizada por sus canciones y me difuminaba en ellas. Cuando se separaron en 2011 alegando que ya no les quedaba inspiración para encajar con el concepto del grupo, me sentí triste, escribí alguna que otra entrada por aquí y lo acepté porque saber apartarse de un proyecto para no mancharlo me parece valiente. Y ya está. La vida siguió, los miembros hicieron sus cosas fuera de Charon, el maravilloso JP Leppäluoto sacó su propia música en solitario y yo tuve la suerte de verlo y escucharlo comerse el escenario en un Raskasta Joulua (Navidad Metal, mi sueño de muchos años) al que fui con mi mejor amiga en 2017.
Pero qué iba a esperar que volviera Charon, que en 2025 hicieran una gira de reencuentro ¡y poder ir a ella! Estaba tan tranquila en mi vida, trabajando en la escuela unitaria donde he obtenido mi primera plaza definitiva, haciendo quién sabe qué cosa con los niños, cuando Mai me escribe para decir que tenemos que ir a Finlandia y que hay que ver a Charon. No es posible para mí reproducir el grado de sorpresa que sentía, que aún siento ante tal cosa. ¡2025! ¿Qué sentido tenía ir a ver a uno de mis grandes grupos de juventud a mis casi 40, cuando ese mismo grupo llevaba 15 años separado?
Si algo sé de mí misma, es que ante estas cosas elijo locura. Ya tenía Grecia comprado y planeado, ya sabía que volvía a casa el 26 de julio tras un mes entero fuera y también que el 1 de septiembre tenía que estar trabajando.
Sí, era consciente de que me iba a morir de cansancio y de que me arrastraría por las esquinas a posteriori, pero también sabía lo que iba a recibir a cambio: esa comunión mística, la capacidad mimética de Walter Benjamin, el emborronarme por completo para no tener principio ni fin. Lo sabía cuando me puse a buscar fechas y vuelos y lo sabía cuando aterricé en mi Finlandia el 29 de agosto, ocho años después de la última vez, y paseando por el centro de Helsinki me sentía tan en casa que no le veía sentido a irme nunca de allí.
Y entonces fui a Tavastia, el local de conciertos más mítico del norte de Europa. Y casi lloro cuando atisbo el heartagram del techo en homenaje a HIM. Y vi a Charon desde tan cerca, ¡desde tan cerca! Que, cuando Leppäluoto venía hacia la zona del escenario frente a mí, había momentos en que no había nadie en medio de él y yo, y me sentía tan intimidada y vulnerable ante ese señor que es uno de los artistas más bestias que he visto en directo, que me costaba aguantarle la mirada. Pero él sonreía, sonrió todo el concierto, al igual que lo hicieron el resto de miembros y como sé que lo hice yo misma. Y, por unos instantes, nos sonreíamos los unos a los otros porque estábamos experimentando algo mágico que sólo puede dar sentido a la vida.
Y en Helsinki me sentí en una película de Kaurismäki, como ha sucedido cada vez que la he visitado, y no hay halago mejor para la ciudad de mis sueños, para el país donde siento que no soy ningún bicho raro, sino simplemente finlandesa.
La primera noche, entré a las 2 de la mañana en un Burger King porque acababa de separarme de mis amigos y tenía hambre (aunque Helsinki apenas ha cambiado en ocho años, la presencia de cadenas extranjeras sí que ha aumentado bastante, a mi pesar), y en un rincón del local estaba un guardia de seguridad de melena rubia y bigote frondoso que, como tantos otros finlandeses, parecía sacado de los 70 y a la vez semejaba un personaje interpretado por el también amado Matti Pellonpää. Me puso ojitos, no sé cómo expresarlo de otro modo; me miró intensamente mientras entraba, pedía, esperaba. Me seguía mirando mientras recibía mi hamburguesa para llevar y, cuando salía con ella en la mano, simplemente me dijo: "Kiitos" con voz profunda. Lo miré y le contesté: "Bye"; y dudo mucho que pudiera disimular mi sonrisa. Aún me estoy tirando de los pelos por no haber vuelto por allí la noche siguiente, porque aquel momento fue sin duda una escena de Fallen Leaves y en mi cabeza él y yo ya éramos pareja.
La noche siguiente, después del concierto de Charon (donde también ligué, de otro modo tampoco especialmente convencional pero que me encantó: una chica me empezó a mirar y a coger de las manos y no me soltaba, y en ese instante nos lo pasamos genial viviendo la música juntas y siendo novias por un ratito), de cervecitas en una terraza a la que volveré seguro, vimos pasar a nuestro lado a Mikko Lindström, Lily/Linde de HIM.
Por la mañana, habíamos visitado en el cementerio de Malmi las tumbas de Aleksi Laiho y de Matti Pellonpää. Y por la tarde habíamos comprado una entrega nueva que no sabíamos que había salido de Finnish Nightmares, las historietas que dibuja Karoliina Korhonen sobre la ansiedad social de los finlandeses.
De vuelta en el avión, en la horrible escala en Ámsterdam (nunca había tenido horas muertas en Schiphol y lo aborrecí), y después en el coche conduciendo quién sabe cómo tras no haber dormido en dos noches, lloraba un poco por Helsinki, por lo mucho que la quiero y el tiempo que pasará hasta volver a estar en ella. Pensaba en las cosas de los finlandeses que me hacen demasiada gracia, en mi Pellonpää del Burger, en un concierto que no voy a olvidar en la vida donde estuve de pie pese al dolor, me desgañité cantando sus letras bellísimas y tuve mucha vergüenza cada vez que no había nada entre JP y yo. Y luego echaba la vista atrás, a Grecia, a cómo me sentía todo el tiempo ajena a mí misma, cómo no conseguí estar cómoda con las personas con las que viajaba, cómo anhelaba todo el tiempo vivirla de otra manera, en otoño, en manga larga, despacio, dejando pasar muchas horas en un solo sitio. Y no es que no pueda ser yo misma en Grecia: es que no puedo NO serlo en Finlandia. Es imposible, soy de allí.
La rarita, la antisocial, la callada, la que siente ansiedad ante un teléfono que suena y ante una invitación a quedar, la que se bloquea y no sabe salir de ello, la ignorada en las conversaciones y la seria y reservada... En Finlandia, no soy nada de eso. Soy yo, soy una más, soy el Matti de las viñetas de Korhonen. Me siento tan yo cada vez que estoy allí. No hay prisa, no hay "cosas que ver", no hay planes cerrados, no hay silencios molestos, no hay que quedarse donde una no quiere, no hay bloqueos que no se vean como algo normal, no hay verano que me llene la piel de picaduras reactivas y alergias y escozores.
Después de un mes fuera de casa, habiendo llegado agotada y herida de guerra, me he subido en otros dos aviones para pasar menos de 48 horas en mi ciudad favorita y ver en tercera fila a un grupo que jamás supe que vería. 48 horas de mística clarísima, de amor apasionado, de risa, de tranquilidad, de muerte al miedo y gloria a la ansiedad social.
Si la vida fuera más fácil, sé lo que haría. Como hay demasiadas cosas que no puedo desatender ahora, me quedo esos dos días como fuel, como sangre que empuje mis venas, como muestra palpable de que no me he perdido a mí misma sino que a veces tengo que ponerme una coraza para protegerme, pero en el lugar indicado y en los momentos correctos, estaré ahí. Sin reservas y sin juicios.
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