lunes, 9 de diciembre de 2019

Los conciertos como experiencia religiosa


Han pasado veinticuatro, cuarenta y ocho horas, cinco días del concierto y tu mente sigue allí. Regresa todo el tiempo a las sensaciones intensas de la música en directo. Ve y escucha recuerdos desde la incredulidad más profunda traducida en embalaje de burbujas, pero se engancha con las uñas a esa idea. Al sentimiento. A la puerta abierta a la iluminación que es un concierto en carne viva.

Nada se compara a las heridas supurantes en forma de música. A las notas y riffs y poemas entonados que te muestran a alguien de forma honesta, que te muestran a ti mismo en tu desnudez. No hay manera de competir con la exaltación de tener delante a esos músicos que te han tocado y cicatrizado y removido, de escuchar en vivo aquel tema que te hizo llorar una mañana mientras ibas en autobús a trabajar.

Lo que es Shinedown para mí no podría explicarlo en cien párrafos. Tiene que ver con momentos de la vida: los de la primera adultez, cuando me encontré con ellos, la oscuridad extraña que me envolvía y ellos empezaban también a dejar a un lado; los del despertar de mi propia voz, los de entenderme a mí misma con mi Llamada, con lo que me hace yo, y a la vez los de la iluminación de sus vidas paralelas a la mía; los del miedo que nunca se va del todo pero ya no se ve de la misma manera porque hemos conocido el autodesprecio antes. Shinedown es la banda sonora de diez años de mi vida y una cascada de sencillez que vive en mi piel desde la primera vez que me atisbé; desde aquel verano en Londres cuando empecé a percibir mis auténticas facciones. Shinedown es la familia que no conoces pero camina a tu lado y crece a tu lado y abre sus alas y abre las tuyas y te empuja al vuelo. 
Shinedown es seppuku cuando vuelvo a temas como 45 o What a Shame; es una inyección de vida cuando suenan Sound of Madness o Cut the Cord; es pura catarsis y redención al escuchar Monsters o Second Chance
Shinedown es un cariño infinito a cuatro personas que me han redefinido y reubicado durante una década. Es el anhelo arrastrado de verles y cantarles y saltar a su lado; la cuenta saldada de habernos encontrado por fin y haber gritado como una loca y haber contenido la respiración cuando Brent Smith nos mandó hacer un pasillo y pasó sudando a mi lado.
Shinedown es yo, es clave en mí, es clave de mí. Shinedown es un directo que no me esperaba; bruto, casi violento, hipnótico, demandante, desnudo, descarnado. Es la entrega absoluta a la música y a lo que nos hace sentir. Es la canalización sin vergüenza de la verdad grabada a fuego de que merecemos un mundo mejor y debemos construir un mundo mejor, de que para tener valor uno debe hacerse valer, de que el dueño de mí soy yo.
Shinedown es una experiencia religiosa. Es la necesidad imperecedera de volver a encontrarnos para gritar como poseída aquello de: "TAKE YOUR MEDICINE!!!". 


Y Alter Bridge no era nada, no hasta hace unos meses. No existía. Me sonaba como me suenan los nombres de cientos de grupos que jamás he escuchado ni sé en qué estilos se mueven. Ni puñetera idea de que tenía que ver con Creed o con el actual cantante que suele acompañar a Slash. Ni puñetera idea de NADA. Yo sólo quería ver a Shinedown como fuera y me aventuré al concierto de un grupo que desconocía sólo para encontrarme con los teloneros.
El caso es que ayer llegué a mi casa al mediodía, después de un finde breve en Madrid, y me puse Wonderful Life (de su disco AB III); empecé a llorar y se me fue la tarde. Hoy en mi coche sólo ha sonado la voz de Myles Kennedy y a cada rato me entraban ganas de lagrimear otra vez.

Alter Bridge llegó a mi vida en julio, muy de pasada, y por fin escuché más canciones en septiembre. Y adiós. Adicción instantánea, encoñamiento mayúsculo con la voz MA-RA-VI-LLO-SA de su vocalista y con esas guitarras que parecen tocadas por el demonio. Con decir que el día del concierto no sabía si estaba más ansiosa por Shinedown o por ellos...

Qué puñetera locura, qué daga en el corazón, qué amor eterno y apasionado me han encendido en la barriga. Qué directo bastísimo, de lo mejor que he visto jamás en un escenario. Qué músicos. Qué bajo atronador enredándose en esas líneas de guitarra intrincadas. Qué perfección vocal. 

Una vez definí a Shinedown con la palabra "honestidad". Tras escuchar a mi grupo de años, a mis cuatro floridanos, entró la banda de Mark Tremonti y el término volvió a la vida: "honestidad". Cruda, absoluta, luminosa. Y ya está. Ya está todo explicado. He aterrizado en uno de mis grupos favoritos, de cabeza, de pleno, con las cicatrices bien abiertas. Y me quedo. Y se quedan. Y pienso pasar el resto de la semana llorando como una imbécil cada vez que vuelva a sonar Wonderful Life y pienso dejar que se me ponga el vello de punta siempre que escuche aquello de You dare to dream but still you're too afraid. ME QUEDO. 


Los conciertos como experiencia religiosa. Los conciertos como una de las cosas más intensas de la vida. Los conciertos como forma última de amor.

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