miércoles, 17 de diciembre de 2014

Cuando los sueños se cumplen


Viendo cómo está el panorama a estas alturas, soy muy consciente de mi posición privilegiada; porque sí, tengo trabajo, y es algo que no muchas de las personas que me rodean pueden decir. Tengo trabajo y puede que sea algo temporal, circunstancial, porque los interinos tenemos de todo menos estabilidad. Pero soy, en este momento, una afortunada: vivo emancipada, sé que voy a tener trabajo hasta fin de curso y no tengo grandes gastos u obligaciones fuera de mi empleo.
Por eso, porque en este momento estoy aquí, donde no había estado antes y donde es posible que no pueda volver a estar más adelante, he decidido aprovechar cada oportunidad de enriquecerme, disfrutar y cumplir sueños. Y de sueños, ese alimento sin el cual ninguna alma sobrevive, es de lo que va esta entrada.

Mi relación con el mundo del patinaje viene de atrás, de cuando era una mocosa que se pasaba los fines de semana en la aldea, en la casa de los abuelos. A tan remoto lugar de Galicia no llegaban las mejores señales y apenas se veían bien tres o cuatro canales, entre ellos los públicos, que se encargaban de retransmitir, a trozos y muy maltratado, el patinaje artístico sobre hielo. Tengo el leve recuerdo de haber presenciado programas de patinadores como Yagudin, Kwan, Slutskaya o Weiss, pero el que realmente me enganchó a este deporte y me puso los pelos de punta desde aquel primer momento fue el que sería medallista olímpico cuatro veces, Evgeni Plushenko. A día de hoy sigue siendo mi patinador favorito y una de esas figuras que nadie olvidará, ya no sólo por su patinaje, sino también por su perseverancia y amor al deporte.

Empecé a ver regularmente las competiciones más tarde, cuando dejaron de retransmitirlas sólo de madrugada y comenzaron a valerse de Internet para que los aficionados las pudiéramos seguir en directo. Hubo épocas en que participé en grupos y chats de debate, aunque a día de hoy permanezco más callada por esos medios.
Podéis imaginaros la envidia que sentía cuando leía a gente que se movía a lo largo de Europa, incluso fuera, para ir a ver a sus patinadores favoritos en las competiciones más importantes. Canadá, Italia, Rusia... sitios donde se solían organizar estos eventos, y que para alguien como yo, estudiante, sin ingresos, eran totalmente imposibles. Aun teniendo ya mis ahorros, me planteé asistir el pasado año a las Olimpiadas de Invierno de Sochi, puesto que muchos de los patinadores que me apasionan (el propio Plushenko, Daisuke Takahashi, Akiko Suzuki, Yuna Kim...) se retiraban después. Sin embargo, la idea de viajar a Rusia sola no era muy alentadora.
Tendríais que haber visto mi cara cuando se anunció que Barcelona acogería la final del Grand Prix, un evento importante a nivel mundial, de la temporada 2014-15. Primero, la incredulidad absoluta (¡si hasta nos han cortado el patinaje en la tele para meter documentales en diferido de fútbol!); después, la emoción y la locura, el buscar como loca las fechas, entradas, alojamiento allí... En fin, que esto haya pasado es consecuencia directa de que tengamos en la actualidad un patinador como Javier Fernández, bicampeón de Europa y medallista en competiciones mundiales; así como la aparición de toda una nueva generación de patinadores españoles que llegan a las altas competiciones: Sonia Lafuente, Javier Raya, Sara Hurtado y Adrià Díaz. No es nada fácil llegar a donde están ellos, ni a nivel físico ni a nivel económico, pero es gracias a los riesgos que han tomado para perseguir sus metas que en este país, poco a poco, se le van abriendo las puertas a un deporte ninguneado hasta la fecha.

No puedo sentirme más feliz de que esto haya sucedido, y de que además haya sido en este momento, cuando sí que he podido permitirme una escapada a la ciudad condal, que no conocía, para ser testigo del evento. Y no ha podido merecer más la pena.


Primero, porque hacía ya dos años que no volaba, y me encanta viajar en avión. Nunca había utilizado Vueling y, más allá del poco espacio vital típico de las compañías low cost, me llevo una buena impresión. No pude ver ninguna ciudad desde el aire porque era de noche y había nubes bajas, pero hay algo en esa sensación de despegarse del suelo, que no tiene igual.
Además, Barcelona ha sido una sorpresa y es que, aunque todo el mundo dice siempre que es una ciudad bonita, me encanta explorar sitios en los que nunca he estado, hacerme un lío con el transporte público, escuchar hablar a la gente, toparme con cosas que no esperaba (o que no creía que estuvieran tan cerca, como cuando salí del Metro y de pronto tenía en mis narices la bellísima y esperpéntica Sagrada Familia; es tan maravillosa que me tuve que sentar en un banco a reflexionar).
No tuve tiempo de visitar todo lo que me habría gustado, pero los bocados que le fui dando a la capital catalana me han dejado un regusto dulce en el paladar, y la simpatía de mi guía personal, María, a quien conozco desde hace once años, me ha convencido para repetir en cuanto pueda escaquearme una semana de Madrid.

Después viene el sueño en sí. ¿Os ha ocurrido alguna vez que lleváis una vida entera deseando algo y de repente sucede? Se pasa muy deprisa y sólo quedan el antes y el después. Como si no hubiéramos estado realmente allí. La memoria lo percibe entre la niebla, pero no consigue devolver una imagen nítida. Sin embargo, hay algo dentro de nosotros que sabe que ha sucedido, que el sueño se ha cumplido; y lo que le sigue es un grado de serenidad que ya no se vuelve a perder nunca.
Tengo la impresión de haberme pasado ese sábado entero llorando, y es que cuando llegué al entrenamiento por la mañana me encontré, sin anestesia, con Kavaguti y Smirnov, una de mis parejas favoritas y que, por más que no se situaran en el podio, para mí fueron y serán siempre de lo mejor del patinaje en esta categoría: pura sensibilidad, con una Yuko que parece frágil pero es muy fuerte, con un Alex que sabe perfectamente cómo hacerla volar. Para mí, Kavaguti y Smirnov, en el ensayo, en la competición, fueron uno de los mejores momentos, el instante de perfección que se te ahoga en la garganta.
Ver en vivo, desde la fila 12 (se ve de lujo desde cualquier punto de las gradas, es una gozada), esos saltos que tanto he estudiado, esos pasos y piruetas que he contemplado mil veces, es totalmente diferente. Puedes oír el sonido de los patines cuando se impulsan en el hielo, las voces de todos los presentes dando ánimo a los atletas; puedes ver a los entrenadores en tensión, la cara de un patinador tras una caída o cuando está haciendo el programa de su carrera. La velocidad se percibe de otra forma, la interpretación se funde con la superficie helada de la pista y cobra un sentido distinto. No hay nada, ahora puedo decirlo, como ver patinaje artístico en vivo.


No voy a ir uno por uno porque he salido enamorada de todos los participantes, pero soy especialmente feliz por haber visto a Ashley Warner, los Shibutani, Takahito Mura, Maegan Duhamel y Eric Radford, Julia Lipnitskaia, Elizaveta Tuktamysheva y Javier Fernández.
A Yuzuru Hanyu le dedico un párrafo aparte porque realmente es un nuevo episodio en la historia de este deporte. Es uno de esos extraños talentos, como Yuna Kim, como Johnny Weir, que definen la esencia misma del deporte, que traducen todas las implicaciones del patinaje en forma de una limpieza técnica y una capacidad interpretativa que no se pueden igualar. Yuzuru es además encantador, regala su sonrisa a todo el que le dedica una mirada, nos obsequia continuamente con momentos de belleza que sentimos no merecer.
El ambiente era exquisito, con gente de todas partes, pero desde luego muchísimos españoles, más de los que esperaba, tanto hombres, como mujeres y niños; familias enteras que disfrutaban de la maravilla que es este deporte. Un público capaz de vitorear a todos los atletas por el mero hecho de serlo, por las bestialidades que consiguen con su trabajo y su don, así como de silbar a los jueces cuando las puntuaciones no eran adecuadas a lo que nuestros ojos acababan de ver.
No podía apartar la atención del hielo, ni siquiera mientras lo arreglaban, por miedo a que la burbuja explotara. Y me alegro de no haber dejado escapar ni un solo segundo de esa obra de arte que fue el sábado 13 de diciembre.

Me arrepentí de no haber comprado entrada para la Gala del domingo, pero también quería ver un poco de Barcelona y comer con mi amiga, y no se puede hacer todo al mismo tiempo. En su lugar, la casualidad me regaló otras cosas entrañables, como el haberme encontrado caminando, de pronto, al lado de Elizaveta Tuktamysheva, ganadora del oro del día, que iba riéndose de cómo se había escaqueado de un grupo de fans quinceañeras que no la habían visto. Conmigo fue adorable y me quedan su firma y la foto a su lado. Un placer, Elizaveta. Un placer, Mishin.


Vista la cantidad de gente que estaba el sábado en el Centro de Convenciones presenciando el patinaje y, sobre todo, visto su entusiasmo, sólo queda preguntarse si realmente este deporte es tan minoritario, si es verdad que su retransmisión en directo no compensa y que no debe ocupar páginas de periódicos como lo hacen otros que, por cierto, tienen muchísimo menos mérito. Quiero pensar que la puerta se queda abierta, que el equipo español aumentará (hay niños buenos en la categoría junior) y al mismo tiempo crecerán la cobertura mediática y las oportunidades de volver a colaborar con la ISU.

Comparto las líneas que escribí nada más regresar al hotel, así como algunas imágenes medianamente decentes. No olvidaré este 13 de diciembre; al fin y al cabo, los cumpleaños de hide siempre son días espléndidos.





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