domingo, 25 de noviembre de 2012

La temperatura a la que arden los libros

¿Sabéis ese típico libro que todos tenemos pendiente, pero que, por una razón u otra, nunca abrimos? Pues bien: yo lo he hecho. Al menos en el caso de uno de ellos.
Había querido leer Fahrenheit 451 desde que vi la película, con dieciséis años (ocho atrás), pero siempre estaban otros por delante en la lista, o se me colaban obras que me interesaban más a corto plazo. El caso es que esta novela de Ray Bradbury había permanecido bastante tiempo cogiendo polvo en mi eterna fila india, hasta que un impulso salido de quién sabe dónde me hizo comenzar a leerla la semana pasada.
Para quienes no hayan tenido el placer de degustarla ni en papel ni en DVD, en esta obra de ciencia ficción, escrita en los cincuenta, se nos describe un futuro ficticio en el cual los bomberos no se dedican a apagar incendios, sino a provocarlos. Y no para quemar cualquier cosa: lo que buscan sus llamas son las páginas de los libros, esos demonios que llenan las mentes de las personas de ideas, ideas que les causan insatisfacción, soledad, inconformidad y decepción. Shakespeare, Byron, Shaw, Confucio, Darwin... la sociedad sería más feliz sin ellos. La sociedad no necesita preguntarse cosas, lo que necesita es satisfacer sus deseos. Lo que necesita es no necesitar nada.
Montag, el protagonista de la obra, disfruta su profesión de bombero. Siente la adrenalina del fuego y se deja llevar por ella. Al menos, hasta que suceden tres cosas: la primera, que se encuentra a una joven llamada Clarisse, su nueva vecina, que dedica su tiempo a insensateces tales como pasear, contemplar la luna, charlar o probar el agua de la lluvia; la segunda, que llega a casa y descubre que su esposa ha sufrido una sobredosis involuntaria; y la tercera, que en una de sus misiones no solamente prenden fuego a la casa cuya propietaria escondía un sinfín de clásicos, sino que, además, dicha señora se convierte en un daño colateral.
A partir de entonces, el mundo de Montag cambia, pierde el sentido y de pronto todo resulta extraño: las habitaciones con cuatro pantallas de televisor, los vehículos que circulan por ciudad a ciento cincuenta kilómetros por hora, la publicidad ensordecedora que invade los vagones del metro y, sobre todo, las relaciones; se da cuenta de que no conoce en absoluto a Mildred, su mujer, que no tiene nada que decirle y que no recuerda en qué circunstancias se convirtió en su esposa. Comprende que, si Mildred muere, no llorará, ni se sentirá triste.

Pese a que todo esto aparecía en la película (que apenas recordaba, pero he ido visualizando poco a poco a medida que leía), la novela me ha sorprendido. La particular forma de Bradbury de ver la sociedad contemporánea, y en concreto la de Estados Unidos, no resulta tan desconocida, después de todo. Han transcurrido unos sesenta años desde la publicación de Fahrenheit 451 y, aunque todavía no superamos los cincuenta al conducir en poblado ni llevamos auriculares las veinticuatro horas del día, ¿acaso no es verdad que cada vez nos conocemos menos, que ya apenas nos saludamos entre vecinos, que no sabemos cómo se llama la persona que vive en el apartamento de enfrente?, ¿no nos hemos sentido alguna vez acompañados por la televisión, la radio, por personas a las que ni siquiera conocemos, y no por quienes nos rodean?, ¿no se nos vende un producto nuevo a cada minuto, y sentimos la necesidad de comprarlo aunque no nos haga falta? Vivimos en sociedades alienadas, masificadas, en las que impera, en muchas ocasiones, la cultura de la ignorancia, pues quien no sabe no se cuestiona, y quien no se cuestiona no estorba a quienes operan. No sé si me explico... En los centros educativos se enseñan muchas cosas, pero rara vez a pensar, a debatir, a analizar o a criticar.  Los viajes exprés ya son cultura: llegar a París en una hora y conocerlo en dos días. La novela me ha recordado, salvando las distancias, a esos padres apurados de los que Michael Ende hablaba en Momo, que no sabían escuchar, y a los Hombres Grises que ofrecían créditos de tiempo. El hedonismo existe, y Bradbury lo plasma en una sociedad caricaturizada y exagerada, pero que tampoco nos es ajena. En cierto modo, todos somos Mildred.  
La pregunta es: ¿por qué quemar los libros, por qué prohibirlos? ¿Cuál es su poder sobre nosotros? Bradbury defiende que los libros no son más que soportes. En realidad, lo que importa es su contenido. Ningún libro va a facilitarnos la verdad sobre el Universo, ni nos va a descubrir quiénes somos. Los libros no ofrecen respuestas, sino más bien preguntas. Nos hacen pensar, reflexionar; como argumenta el capitán Beatty, nos llevan al inconformismo. ¿Felices los ignorantes? Bradbury considera que no, y yo estoy de acuerdo. Feliz el que recuerda, el que se pregunta y el que aprecia la lluvia en el rostro.

Y, cuando nos pregunten lo que hacemos, podemos decir: «Estamos recordando». Ahí es donde venceremos a la larga. Y, algún día, recordaremos tanto, que construiremos la mayor pala mecánica de la Historia, con la que excavaremos la sepultura mayor de todos los tiempos, donde meteremos la guerra y la enterraremos. Vamos, ahora. Ante todo, debemos construir una fábrica de espejos, y durante el próximo año sólo fabricaremos espejos y nos miraremos prolongadamente en ellos.

Los grandes libros, esos que nos conmueven y nos cambian, están siempre con nosotros. Todos nosotros somos libros andantes. 

2 comentarios:

  1. Leí 451 el año pasado, sin haber visto la película, y aunque muchos consideren que es un tema muy puntual (también trata mucho las paranoias de los cincuenta), el fondo de la historia sigue siendo vigente.
    Momo es, en cambio, uno de esos relatos que funcionan mejor a medida que pasa el tiempo (será porque este cada vez falta más), y de hecho, el pasaje en el que los niños explican que juegan a ordenar tarjetas perforadas me recordó a la insistencia de muchos especialistas que defienden que todo lo que hagan los críos, desde sus lecturas hasta sus juegos, tiene que ser exclusivamente instructivo y mejorar su inteligencia...Vaya desastre.

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  2. Sí, lo de las paranoias cincuenteras es verdad, aunque tampoco son taaaan descabelladas.
    Y estoy totalmente de acuerdo en lo que mencionas de Momo. Con lo importante y necesario que es jugar sólo por y para el juego.

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