"¿Es una persona distinta cuando tiene 18 años de cuando tiene 60? Yo creo que seguimos siendo los mismos", Hayao Miyazaki.
Hay personas sin cuya existencia, pese a que no se haya cruzado ésta directamente en nuestro camino, habríamos sido muy diferentes. Hay personas que, sencillamente, han estado ahí durante mucho tiempo, creando sueños que se han enredado en nuestra personalidad. Andersen, Disney, Watsuki, Tolkien, Bécquer, ¡podría mencionar a tanta gente que me ha cambiado y convertido en lo que soy! Lo cierto es que tengo la suerte de contar con una nada despreciable colección de héroes a los que adoro y por quienes soy quien soy y estoy bastante contenta conmigo misma.
Uno de esos héroes es él, Hayao Miyazaki, el hombre que ha entregado a la animación casi cincuenta años de su vida, el que nos ha llevado a mundos maravillosos y nos ha hecho vivir amores preciosos e inconcebibles. Con él comparto ideas sobre muchas de las cuestiones fundamentales para el ser humano, y quizá sea por eso que cada uno de los segundos de su filmografía me emociona, me divierte y me abraza. Desde que vi por primera vez La princesa Mononoke, yo soy de Miyazaki. En cuerpo, en alma y en lo que haga falta.
El sábado pasado, aproveché mi breve estancia en Valladolid (ciudad que quiero mucho) para ir al cine a degustar lo último (en todas las dimensiones de la palabra) del gran director: su despedida definitiva, su punto y final en el mundo de la animación. Un filme distinto a cuanto hasta ahora ha hecho, pero que sin embargo comparte todos sus elementos habituales y no puede ser más hijo de su padre: aunque se trata de un homenaje, de la narración de hechos basados en un personaje real, el ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi, a quien vemos detrás de cada palabra, de cada secuencia, de cada imagen del cielo surcado por hermosos aviones, es al hombre que nos ha acompañado durante toda nuestra vida. Y, una y otra vez, nos emocionamos al reencontrarnos con su sencillez, su inocencia, su sinceridad. Incluso tenemos ocasión de que nos explique sus razones, y eso hace cuando Gianni Caproni decide abandonar el mundo de la ingeniería porque "el viento ha dejado de levantarse, y el genio acaba abandonando a uno después de una o dos décadas".
No, Miyazaki, el genio no te ha abandonado. Nos has regalado la inmensidad hasta el final. Pero lo que pasa con los aviones es que son sueños malditos, que acaban surcando el cielo y siendo devorados por él. Y así vuela y se desliga de las manos de su artífice tu buque insignia, llamado Ghibli, como el viento del Sáhara, como los aviones usados por los italianos durante la Segunda Guerra Mundial.
Gracias, Miyazaki, por los sueños, la belleza, la inocencia, el amor verdadero y el viento incesante. Sé libre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Al comentar en este blog, manifiestas conocer y estar de acuerdo con la Política de Privacidad del mismo.