lunes, 31 de diciembre de 2018

Greatest Hits de 2018

Hola. Me llamo Beatriz. En 2018 he cumplido treinta años y he abrazado a Evgeni Plushenko. 

A ver, lo que sucede es que he empezado a pensar en los grandes hitos de mi vida durante 2018 y casi me he mareado. Cuando volví a Galicia, sabía que iba a tener muchas menos experiencias culturales que en Madrid y creí que eso me pasaría factura a nivel anímico. Y es cierto que ha habido menos conciertos y que los que ha habido me han implicado viajes, pero casi los disfruto más de esta manera: teniendo que invertir dinero y tiempo y aprovechando para pasear por sitios donde no vivo. Todo lo demás han sido ventajas, y echo de menos Madrid con todo mi corazón pero no volvería a vivir allí si pudiera elegir Galicia. 

Y es que eso ha sido 2018: la vuelta a la terriña, de verdad, impregnándome de los paisajes de aquí, la lengua que estaba medio olvidando, el tiempo que dura más tiempo y la lluvia que a veces cansa pero siempre embellece los sitios.
Y sí, me he perdido la Feria del Libro y el Download Festival con mis queridos Shinedown tocando por primera vez en España, y ha habido exposiciones que habría querido ver y no he podido y excursiones de esas que hacía con mis amigos los domingos que han tenido que aplazarse. Pero he recuperado el amor por la vida más pausada, con tiempo incluso para aburrirme y el lujo de tener a mi familia cerca. 

Ha sido el año de la Mariña lucense, que amaré toda mi vida. El año de vivir cerca del mar, de poder coger el coche y verlo en cuestión de media hora. El año de pasear sola por playas desiertas, de descubrir joyas indianas y modernistas en aldeas perdidas, de saludar ovejas por las mañanas y readaptarme a ser maestra de Infantil. He visto nevar, he regresado al Entroido ourensano, vuelto a enamorarme de amigos de los que me había distanciado y aceptado que algunos otros ya no tienen demasiado que ver conmigo y no pasa nada: la vida sigue. He pisado sitios nuevos, hablado idiomas que creía que ya no sabía hablar y abierto mucho mis miras. ¡He escuchado reguetón! Me he hecho más crítica, más evasiva con respecto a las parcelas en las que parece que la sociedad de etiquetas necesita tanto enmarcarse. Y me he encontrado mucho más a mí misma, producto de otros tiempos y capaz de regresar al mismo sitio sin arrastrar los lastres de antaño.

A riesgo de que la entrada se convierta en una Biblia, y sin que esto me preocupe en lo más mínimo, voy a deslizarme a lo largo de los meses para recordar las mejores cosas que me llevo de un año más que potente.

Enero dio comienzo de un modo curioso, haciendo una pequeña excursión a O Carballiño para ver a una conocida que me dio plantón en el último momento. Me llevé a cambio la maravilla que es contemplar el templo de A Veracruz, de Antonio Palacios, uno de mis arquitectos favoritos. Sólo había pisado el pueblo de pequeña, así que era como la primera vez.
Además de reafirmarme como enamorada de Ribadeo y toda su comarca, empecé a deslizarme hacia Asturias y pisé por primera vez Tapia de Casariego, Navia, Puerto de Vega y la joya de la corona: Luarca, uno de los pueblos más bonitos que he visto y al que deseo regresar para quedarme a vivir en su cementerio.
Cruzar la "frontera" parecía una gran aventura porque tenía poca práctica con el coche y aún no me aventuraba tanto, pero sin duda me aportó un nivel de seguridad y una sensación de libertad y autonomía que no conocía.


En febrero empezaron a teñirse de nieve las montañas que rodean Mondoñedo, y un buen día al levantarme y abrir las persianas me di cuenta de que todo estaba teñido de blanco. Lo bueno de estar trabajando a media jornada es que ese día pude disfrutar de la nieve incesante durante varias horas, y me recorrí el pueblo de cabo a rabo con la alegría de la cría de cinco años que soy. No me llegan las palabras de todas las lenguas que conozco para expresar lo bellísimo que es Mondoñedo con nieve, una nieve que no cesó hasta que tuve que entrar al trabajo y que alegraba las caras de toda la gente que estaba en esos momentos en la plaza.
Febrero también fue el mes del Entroido, y después de años pude vivirlo en mi ciudad. Me disfracé de Maurice Moss y, aunque nadie me reconocía, yo me metí totalmente en el papel y me lo pasé pipa.


En marzo estuve sola paseando por el castro de Viladonga, sintiéndome un poco intimidada por las piedras en mitad del monte. Me enamoré un poco más de Lugo ciudad cuando fui a ver una exposición de cosas de David Bowie, y pasé parte de mi Semana Santa en Vigo, que es el lugar del mundo donde bajo la guardia y me relajo por completo. Lo hice mientras leía Camiñar o Vigo Vello y me pareció muy bonito redescubrir algunas de sus calles y plazas.


Abril fue increíble porque hice una escapada a Gijón, ciudad que me había enamorado en 2009 y a la que no había regresado desde entonces. Me alojé en un apartamento precioso en el centro mismo y volvieron a fascinarme sus calles llenas de edificios pintorescos, la playa de San Lorenzo y Cimadevilla con esa tranquilidad que no tiene precio. En realidad, a Gijón me llevó Apocalyptica, que también tocaban en Santiago de Compostela pero lo hacían en peor fecha; y me los gocé en el Teatro de la Laboral como cada una de las veces que los he visto. 
En abril también me escapé mucho a Viveiro, a Foz, a Barreiros y a sitios aleatorios como Outeiro de Rei, donde acabé conduciendo por aldeas perdidas en el monte y viéndomelas negras para encontrar As Penas de Rodas, que al final se dieron a ver.


En mayo conocí al amor de mi vida en Castropol: tiene una cúpula y balaustradas modernistas redondeadas. Se trata de un palacete reconvertido en hotel que está en un pueblecín que, por lo demás, parece bastante inocente e indiferente a su existencia. Pero joder, yo no he visto cosa más bonita en mi vida.
Fui por primera vez a San Cibrao, en Cervo, y me tumbé a la bartola al lado de su faro durante horas. Vi en concierto a Rosa Cedrón y se me pusieron los pelos de punta con su voz. Pasé algunas horas de mi vida en la Casa do Óptico de Ribadeo.


Junio dio comienzo con el Corpus Christi mindoniense, que viví tomando café en la terraza de O Rei das Tartas y encontrándome con todos mis alumnos allí mismo. Me di cuenta de que tenía los días contados en la Mariña y comencé a hacer fotos de mis casas indianas favoritas, además de a despedirme de los sitios que más iba a echar de menos: Rinlo, las playas (Coto, As Catedrais, Remior, Os Castros...), Foz... Me morí de risa en Burela con el show de Touriñán y Carlos Blanco y visité a mi amiga Ade, a la que hacía años que no veía y con la que fue increíblemente sencillo volver a sentirme cómoda.
Fue mes de oposiciones y empezaron pintando muy bien para acabar en decepción supina, pero fui capaz de sobreponerme enseguida y me siento orgullosa de mí misma por ello. 
Dije adiós a Mondoñedo con muchísima pena y más cariño, pero sobre todo endeudada por todo lo que me aportó en poco tiempo. 


En julio participé en una cena sorpresa para mi mejor amiga, que iba a casarse. Comencé mis vacaciones y pasé unos días en Madrid, ¡por fin! Quedé quizá con demasiada gente para las ganas que tenía de disfrutar de la ciudad sola, pero lo cierto es que me hizo mucha ilusión ver a grandes amigos a los que quiero en mi vida por mucho tiempo. La tarde que pasé con Eva en el parquecito junto al templo de Debod es una de mis favoritas de la historia. Me hospedé en la calle Ibiza y estaba en el Retiro cada vez que salía de casa, vi a Nerea Rodríguez en La Llamada y volví a sentirme madrileña al tapear y cervecear como una más. Vi a Depeche Mode y a Nine Inch Nails (entre otros) en el Mad Cool Festival, me encontré dos veces con Brays Efe (y una de ellas fui capaz de hablarle), me fascinó Cuevas Sésamo y me hastió bastante el metro.
Viví Vigo, sus playas, sus flores, sus olores.


Agosto me llevó a Suiza, un país que llevaba meses planeando visitar por un cúmulo de razones que se me fueron revelando y colisionaron en forma de necesidad. Estuve en Ginebra, Berna, Montreux, Vevey, Thun, Interlaken, Lucerna y otros pueblos y ciudades pequeñitos y cautivadores. Lo mejor fueron el día en los Alpes, en pueblos que parecían sacados de Heidi y en los que me sentí ridícula ante una naturaleza tan impactante; y esa breve estancia al borde del Lemán, en una habitación con balcón desde la que contemplaba un paisaje exhuberante envolviendo el castillo de Chillon y regalándome la tormenta de Remando al Viento. También regué las flores de la tumba de Audrey Hepburn, y les di las gracias por haber existido a ella, a Charlie Chaplin y a James Mason. 
Sueño continuamente con volver, con vivir semanas enteras con esas vistas y sin más compañía que un cuaderno y algún libro. Suiza me dejó con ganas de más y me contagió su amabilidad, su ritmo de vida tranquilo y calmado y la sensación de libertad que me dio. Lloré bastante el día que me iba, sentada con los pies metidos en el lago Sarnen y sintiendo que me dejaba allí un trozo de mí. 
También pisé Milán tras haberlo deseado mucho y me gustó menos de lo que esperaba, pero me fascinaron la Duomo y el Castillo Sforzesco. Luego tuve que ir a coger un autobús de madrugada y se me puso la piel de gallina al ver las decenas de gente que dormía en la calle en los alrededores de la estación de tren.
A mi regreso, vi la exposición Vigo é Verne y me hizo muchísima ilusión porque ya la había visitado años atrás en Madrid, pero sin el añadido de la relación del autor con la ciudad olívica. Fue emocionante.
Volví a engancharme a Pokémon Go y me puso triste pensar en el final del verano, pero luché por exprimirlo.


Septiembre fue ese mes raro de estar en continua espera, sin saber si iba a trabajar o no y cuándo. Al final, me llamaron cuando el mes ya se acababa, así que durante las semanas anteriores pude disfrutar de mi Ourense, del pueblo de mis padres, de la boda de mi amiga Mai con gente de todas partes y mis queridas amigas kamakurienses presentes. Me compré un coche y sentí vértigo ante la perspectiva de hacerle algún rascazo; ya se me ha pasado porque van un par, y lo peor es que el primero ni siquiera se lo hice yo, sino que alguien me lo arañó bonito y se dio a la fuga; muy bien el civismo.


Octubre comenzó en Betanzos, donde ahora vivo, y con la ya clásica búsqueda de piso infernal. Me adapté al nuevo entorno sorprendentemente rápido, a la vez que me costaba un poco más que el año pasado enamorarme del pueblo. Betanzos era precioso, pero no me llenaba como Mondoñedo. Luego entendí que le estaba pidiendo las cosas equivocadas, y ahora soy feliz atravesando cada día la Praza do Campo y viendo desde el trabajo las siluetas de las iglesias. 
El Parque do Pasatempo fue mi gran descubrimiento de octubre y es un sitio que adoro y que me duele en el alma que se esté cayendo y no se haga lo suficiente para que eso no suceda. Contemplo sus formas cada mañana desde el colegio y no hay nada que pueda hacer por que mis ojos no se escapen todo el tiempo hacia él.
En este mes, hice un viaje muy rápido y loco a la capital de Polonia para ver a uno de los grupos de mi vida. Ya había podido disfrutar de un concierto de Dir en Grey un par de años atrás, pero no quería dejarles pasar por Europa de nuevo sin verles. Así que busqué una fecha que coincidiera en fin de semana y me escapé a Varsovia a dejarme la vida en su música. Sufrí una revelación y en cuanto volví me fui de cabeza a tatuarme el bajo de Toshiya porque él, ellos, su música, lo significan todo en mi vida. Shinya me tiró una de sus baquetas (en plena jeta me la estampó) y me la escondí entre las tetas porque me daba pánico que alguien pudiera quitármela, y al salir me senté en una roca en medio de un campo aleatorio para decirles a mis amigas que estaba histérica.
Varsovia es un sueño de ciudad y el día que tuve para pasearla resultó insuficiente, pero alucinante. Me dejó deseando más, como ocurre con todo lo bueno.
Después de eso, decidí centrarme en A Coruña y empecé a verla con unos ojos diferentes a las veces que la había visitado con otros propósitos: es una ciudad preciosa que rebosa ganas de vivir y me hace sentir muy cómoda. Conocí Sada, con esa barbaridad modernista que es La Terraza, y me flipó el trayecto por carretera vigilado por decenas de casas indianas bellísimas.


En noviembre, visité la catedral de Ourense después de algunos años. Es una de mis catedrales favoritas y la quiero muchísimo; me hizo tanta ilusión volver a pasar tiempo en ella que ya tengo ganas de repetir. Estuve en Miño y en Pontedeume, conocí un poco mejor Betanzos y me encoñé muy mucho con la Illa de Santa Cruz.
También abracé a Evgeni Plushenko. Perdonad que me repita, pero es lo más surrealista que me ha ocurrido nunca. Cuando Javier Fernández anunció su presencia en el show de Málaga de Revolution On Ice, me compré la entrada ipso facto; Plushenko es mi patinador favorito de todos los tiempos, es el hombre que hizo que me enamorara del patinaje y una persona a la que admiro por cientos de razones. También está retirado de la competición, por lo que no esperaba verle nunca sobre el hielo.
Tenerle a unos metros de mí, patinando a un nivel que muchos quisieran en plena competición, fue increíble en el sentido más literal de la palabra porque no me entraba en la cabeza que estuviera sucediendo. Ya encontrármelo después frente a frente y poder hablarle y abrazarle y sacarme una foto con él es algo que no sé cómo ha pasado, pero que me llevo para siempre como regalo de la vida. Javier Fernández fue también adorable y el resto de patinadores, ídem de ídem. 


Diciembre comenzó con otro viaje loco y exprés a una de esas ciudades que siempre me conquistan: Barcelona, con su ajetreo incansable, su belleza y su buen humor. Fui porque tenía que ver a Nightwish; de hecho, tenía entrada para verles en París desde hacía meses y luego anunciaron las fechas en España, así que hice el cambio. Visité dos sitios recomendados por mi hermana, obra del arquitecto Domenech i Montaner: el Palau de la Música Catalana y Sant Pau Recinte Modernista, increíbles e inolvidables. Paseé por Montjuic nocturno, estuve dentro del anillo olímpico y vi en directo a una banda que es importantísima para mí porque sus canciones hablan de mí a demasiados niveles. Lloré como en ninguno de los dos conciertos anteriores que había visto de ellos y me emocioné sobremanera ante un repertorio cargado de nostalgia y de piezas que seguro que no volverán a tocar nunca. Me hicieron ilusión sus caras de alegría, su satisfacción ante el calor del público mayormente catalán y la forma en que se entregaron a cada tema.
Prosiguió con el regreso de mi hermana de su exilio de tres meses, y una pequeña estancia en mi casa de Betanzos. Me hizo ilusión enseñarle el pueblo y comer zamburiñas con ella en mi calle favorita de por aquí, la que denomino la Victoria Street gallega por sus semejanzas con la escocesa: Fonte de Unta.
Conocí Ferrol, me flipé viva en su modernista y bellísimo barrio de la Magdalena y luego me contaron que estaba loca por llevar todo el día diciendo lo precioso que es Ferrol porque al parecer todo el mundo sabe que es una ciudad feísima. (Pues es bellísima). También visité la Casa da Maleta, en Fene, una de mis grandes metas en la vida desde que me obsesioné con el legado indiano.
Volví a huir a Madrid y me enamoré del primer gato que conozco que no desea herirme, sino simplemente acurrucarse en mí y dar calorcito. Vi patinar a Yu Na Kim en Revolution On Ice y casi lloro cuando salió Pablo Alborán a tocar el piano; ni lo escucho ni me interesaba especialmente, pero en directo me puso los pelos de punta.
Pisé Parla por primera vez en varios años e hice los recorridos de siempre; me hizo feliz visitar la Librería Carmen y comprobar que las cigüeñas siguen anidando en los mismos sitios.


Este año ha sido de tranquilidad. De reafirmación. De transformación de ideas, de solidificación de otras. De apertura y de pasos atrás cuando han sido necesarios (no son malos siempre). De ganar seguridad en mí misma, de dejar de disculparme, de atreverme a hacer cosas que me asustan. Y de no hacer otras que, sencillamente, no me apetecen. 
De valorar la zona de confort como un lugar maravilloso y de entender que salir es bueno a veces, pero no debería resultar obligatorio ni es la única forma de ser feliz.
De amar sin reservas y sin preguntas, de callar mucho y a veces dejar de escuchar. 
De sorprenderme con la generosidad de la gente. 
De reír mucho y hacerme poca sangre.
De cuestionar los sesgos.

Hace ya unos cuantos años que sólo pido seguir de la misma manera, y me siento muy afortunada por ello. Ojalá mis personas queridas tengan salud y estén bien consigo mismas. Deseo lo mismo para mí. Y ya está.

¡Feliz 2019! Sed felices.

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