sábado, 6 de mayo de 2017

Viajar para respirar



En realidad, ya nos conocemos. Ya tenemos claro quiénes somos desde un inicio. Luego parecemos sorprendernos y afrontar cada paso con novedad, pero lo cierto es que siempre hemos tenido claro hacia donde iríamos. Los deseos del alma son más poderosos que los del cuerpo y nos hablan a gritos desde el mismo comienzo. A veces los escuchamos con atención, otras elegimos ignorarlos; pero están ahí y los conocemos. Puede haber variaciones y la experiencia nos modela el carácter, pero no podemos cambiar lo que en el fondo somos. 
Ya nos conocemos, os digo. Los soñadores lo sabemos desde el día uno: que siempre estaremos anhelando. Que siempre habrá un gran plan, o una idea descabellada, o una meta más lejos. Nos conocemos. 
Sabemos que nunca tendremos suficiente porque siempre habrá algo más. Que desearemos abrir puertas, cerrar libros terminados y enamorarnos una y otra vez. Que quedarse quieto no es una opción, ¡ni siquiera cuando es lo que nuestro cuerpo más desea! Ya lo he dicho: los deseos del alma son más poderosos que los del cuerpo. Y deseamos, deseamos, deseamos; y nos mueve un motor que no se apaga nunca porque, de hacerlo, implicaría nuestra muerte (física o simbólica).

No estoy muerta. Estoy más viva que nunca, y la vida me lleva a desear explorar como loca, a querer escuchar nuevas lenguas y a ansiar dormir bajo techos diferentes. A cada paso, me conozco mejor y hago las paces conmigo misma; aprendo a ablandarme y derribar los muros, a comprender que no puede haber una lucha justa sin empatía hacia el otro bando. 
Lo tenía claro cuando, con veintidós años y encerrada todo el día para estudiar, soñaba con volar, con alejarme de todo, con poder describir horizontes inexplorados. Lo tenía claro a los diez, cuando coleccionaba libros de Leo-Leo y Reportero Doc, cuando iba clasificando en un archivador fichas de diversos países y ciudades. Lo tenía claro a los trece, cuando comencé con mis amigos a redactar un diccionario de nuestro propio idioma (bendito Rubemá), y cuando me pasaba las clases escribiendo relatos que me llevaban a otro sitio y a otra vida. 
Nací soñadora, nací viajera. Nací ávida del mundo pese a mi grado de introversión; valiente en el sentido de que colmar esos anhelos del alma implica obligarme a afrontar situaciones que me cuestan. Soy un ave. Amo el cielo y la vista del mundo desde arriba; es la única forma de encontrarlo ajeno a tu presencia, natural y sin maquillaje. Amo el agua como no lo había hecho hasta ahora: navegar, sentir la caricia del viento y no ser más que sensaciones. Amo la tierra y la Tierra, y nada podría hacerme despreciar este planeta que es belleza y ternura y situaciones absurdas. El negro no existe, ni siquiera es un color; y el gris es en parte blanco.

Viajar es fatal para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de miras; y mucha de nuestra gente lo necesita desesperadamente por estas razones. No se pueden adquirir puntos de vista amplios, completos y compasivos sobre los hombres y las cosas si uno se queda toda la vida vegetando en un pequeño rincón de la Tierra, Mark Twain

Nunca he sido más yo que cuando he escapado de lo cómodo y me he enfrentado a esta timidez enfermiza que intenta paralizarme. Amo la soledad y sus desafíos. Amo el mundo, amo el aprendizaje en cualquiera de sus etapas y he aprendido a abrazar incluso los períodos de transición. No, no tenemos por qué tenerlo claro; no tenemos por qué saber lo que buscamos. La vida es cambio, evolución y sí: transición. Transición hacia versiones más puras de nosotros mismos. 

Dejamos parte de nosotros en cada lugar que visitamos. Nos quedamos allí, aunque nos hayamos ido. Y hay partes de nosotros que sólo podemos recuperar cuando volvemos allí, Pascal Mercier.

Viajar es adictivo. Cuando sales, escuchas, tocas, observas; simplemente, no puedes dejar de hacerlo. Encuentras la verdad en el camino y en ningún otro lugar. Descubres que está bien dudar, que está bien tropezar, que está bien poner límites y priorizarte a ti. Que los juicios ajenos no te pertenecen, que tus propios juicios son ignorantes y que no hay verdades absolutas. Que el respeto está por encima y que la cabeza nunca debe actuar sin el corazón de su mano. Que somos almas. 

Por viajar vale la pena cualquier precio o sacrificio, Elizabeth Gilbert.

Salir es entrar, es volver, es cambiar de perspectiva y adoptar un nuevo punto de vista sobre lo que estábamos seguros de conocer. Salir es ser nosotros. Encontrarnos con nosotros. Convertirnos en nosotros.

Si viajas lo suficientemente lejos, te encontrarás a ti mismo, David Mitchell.


Estoy hecha de remiendos y huequecitos que han dejado aquellos trozos de mí que se han quedado en otros horizontes. Estoy hecha de deseos insaciables, de planes atropellados y de la determinación de sabotear cualquiera de ellos y dejarme ir. Estoy hecha de huellas extrañas que me han tatuado los adoquines que he pisado y las palabras que he intercambiado. 

Cuando me iba a Londres, hace un mes, había una familia esperando el mismo avión: unas cinco personas, entre niños y adultos. Recuerdo algo que escuché, palabras pronunciadas por la mayor del grupo, una señora posiblemente viuda y muy bien arreglada: "Si algo vas a aprender de tu abuela -le decía al niño, de nueve o diez años-, que sea a despertarte continuamente sin saber en qué lugar estás hoy". 

2017, todavía espero más de ti; sin embargo, el maravilloso regalo que ha sido Praga es innegable; ya no soy yo sin el trozo de alma que he dejado allí, y ya no hay quien haga desaparecer las huellas que me he traído marcadas. Amo su verde, su piedra, su Moldava manso y las hogueras a pie de calle; su fonética gimnástica, sus cicatrices de tranvía y cada una de las lanzas que rascan su cielo. Amo Malá Strana y ese pequeño rincón lleno de colores donde no hay sitio para nada que no sea arte.

Viaja. Planea viajes. No hay nada más. (Tennessee Williams)

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