lunes, 20 de agosto de 2018

Querida Suiza


Querida Suiza:

Hoy hace una semana que mi camino se deslizó en autobús más allá de tus fronteras. Hace una semana de ese día raro en que me levanté inquieta porque no quería irme de ti sin haber sentido de nuevo la libertad de tus pueblecitos con lago y montañas y casas de madera.

Doce días son pocos en ti. Quizá, para muchos, sobrarían tres o cuatro; pero yo me he enganchado a los parterres coloridos, al agua fresca en los pies, al francés y al alemán, a los paisajes impertérritos bajo ese cielo casi táctil.

Gracias. No hay palabra que me guste más en esta vida: gracias. Implica la relación hermosísima entre el que se toma una molestia, por mínima que sea, y el que la reconoce. Implica un segundo de verse


Tampoco hay otra palabra más adecuada que te pueda dirigir a ti. Gracias. 

Gracias por Ginebra, con su ola de calor húmedo que me quemó hasta el cuero cabelludo, con su té al lado del Ródano, con su catedral coronando la ciudad vieja, sus parques y sus gentes bañándose en el lago y toda esa masa de personas extremadamente amables que intentaron por todos los medios hacerme la vida más fácil. 

Gracias por Morges y La Gottaz, por haberme regalado media hora a solas en el cementerio donde está enterrada Audrey Hepburn antes de que llegara un grupo de turistas; me dio tiempo a escribirle un mensaje en una piedra, regar sus flores y llorar un poco. Audrey es uno de mis grandes ideales, un ejemplo de ser humano que ha acudido en mi rescate en más ocasiones de las que podría contar. 
También fue maravilloso perderme en el mercado al aire libre de Morges, en sus cafés bohemios y en esas calles tan lindas entre el lago, el castillo y la iglesia.

Gracias por la luz de Berna, que hace que todas mis fotos bien carezcan de foco, bien estén inundadas de un halo que las hace parecer antiguas. Gracias por todas las indicaciones que me dio mi casero creepy y fueron a buen puerto: la vista desde Rosengarten, los osos junto al río Aar, esa silueta imponente de la Münster, la fondue que aún me hace babear, la tarde de idilio en Gurten y la arquitectura de Monbijou. Me habían dicho que en la zona alemana la gente era más fría, pero mi viaje sólo estuvo plagado de caras sonrientes, amables y con ganas de ayudar. Berna es la ciudad donde dormí la mayor parte de mis noches suizas y desde donde me desplacé a varios sitios, por lo que le guardo un cariño muy especial. Podría dibujar, de memoria, un plano bastante acertado de su estación de tren y podría pasarme tardes enteras sentada bajo sus soportales escribiendo o soñando.


Gracias por esos dos días inolvidables en Vevey y Montreux. Primero, por Corsier-sur-Vevey y su cementerio tranquilo, donde descansan Charles Chaplin (junto a Oona) y James Mason codo con codo, tal y como vivieron durante bastantes años a la vera del Lemán: los dos son personas muy importantes para mí y me emocionó profundamente poder estar allí. También gracias por haberme dejado conocer la casa de Chaplin, muy bien transformada en casa-museo, y por haberme permitido contemplar los viñedos de James y el lugar donde un día estuvo su casa; las chicas de Turismo de Vevey me ayudaron muchísimo a cumplir el sueño tonto de fan, y tengo muy claro que volveré a ese punto exacto algún día, a respirar el aire tan especial que desprende Corseaux justo al lado del busto de un actor inglés que pocos recuerdan.
Gracias por el castillo de Chillon, por las huellas de lord Byron, por el paseo en barco y la tarde en la piscina. Por el balcón espectacular de mi hotel, donde me pienso hospedar más veces, y por esa tormenta nocturna que me transportó de lleno a Remando al viento y a la noche en la que Mary Shelley empezó a gestar Frankenstein.
Gracias por Freddie Mercury y la mesa de mezclas de su estudio de grabación, por el muro donde muchos le siguen demostrando amor y admiración y por las horas de calma a la sombra en el paseo lleno de flores junto a su estatua.

Gracias por Gimmelwald y Mürren: ya estoy planeando mi regreso. Pasé mi cumpleaños en lo alto de los Alpes, recorriendo pueblecitos hechos de casas de madera y campo y flores, perdiéndole el pánico al hecho de subirme a un teleférico, disfrutando del condenado teleférico como una niña de cinco años, quedándome absorta ante una imagen que era absolutamente nueva y que me parecía irreal y que echo de menos todo el tiempo. Nunca había estado en un lugar tan precioso, tan impactante, tan inspirador. Pienso instalarme, durante algunas vacaciones, en algún punto de cara al Jungfrau para simplemente pensar y leer y escribir.


Gracias por Thun, una de las ciudades más bonitas que he podido ver este verano y remanso de tranquilidad sin turismo, completamente diferente de Interlaken. Me sentí parte del ir y venir de la villa, de la gente que iba de compras, o salía de trabajar, o se tomaba el café de la tarde contemplando el río, con su puente medieval y el castillo en lo alto. Gracias por Oberhofen y el hecho de que el transporte público sea capaz de llegar a cualquier sitio.

Gracias por Lucerna y su lago, por el mercado de calle, las vistas desde la muralla y desde lo alto de Gütsch, el paseazo en barco hasta Alpnachstad junto a aquella señora mexicana que se subió a la aventura como yo y luego estaba estresada por si podría volver a la ciudad. Gracias por los puentes, ¡vaya locura!, por el personal maravilloso de mi hotel, por las horas con los pies en el río y el sushi en la calle y las conversaciones sobre la vida y l'amore con aquel italiano que conocí el último día.

Gracias por esa pequeña locura final que fue Sachseln, un pueblo precioso de hierba y madera y agua, recorrido por ciclistas y luciérnagas y poblado por la gente más agradable de Suiza.


Nunca había sentido una atracción especial por ti, Suiza: quiero viajar a todas partes, quiero caminarlo y verlo todo, quiero escuchar todas las lenguas; pero tú no estabas entre mis destinos prioritarios y tampoco había pensado mucho en visitarte nunca. 
Ocurrieron dos cosas que me hicieron desviar la vista hacia ti, hacia ese pequeño país de gentes acomodadas y montañas. La primera fue que visité Praga el año pasado y, desde el avión, tuve una panorámica de los Alpes que me dejó muda; "Tengo que ir ahí", me dije. La segunda, que descubrí que James Mason estaba ahí enterrado y se podía visitar su tumba; caminar por el lugar donde acabó su vida fue el principal motor de mi viaje. Lo de Chaplin, lo de Audrey, lo de Mürren, lo de Milán incluso (estuve un día en Italia después de Suiza)... fueron descubrimientos posteriores a los que llegué gracias a Praga y gracias a James. 

Querida Suiza, me has dado muchísimo. Has sido el viaje en el que más cómoda me he sentido (elementos decisivos: la práctica y tu gente), pero además me has aportado serenidad, simplicidad, libertad. Has sido naturaleza, patrimonio, buen ambiente y alegría. Has sido un quemadineros maravilloso y me has mejorado (o eso quiero pensar). Y a un viaje no se le puede pedir nada más elevado que nacer de él siendo mejores.

Gracias, Suiza.

Hasta la próxima.

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