sábado, 27 de octubre de 2018

Desarraigada


Soy tan antietiquetas que a veces me cuesta admitir el papel importante que desempeñan en el mundo. Cuando algo no tiene nombre, a veces es tan difícil de expresar que te lo quedas dentro y se te atraganta.

Hay dos palabras, o dos etiquetas, que han sido claves para sentirme mejor conmigo misma. 

La primera es la de "introvertida". Eres muy seria, Eres muy callada, Eres demasiado tímida, Eres una aburrida... Toda la vida escuchando las mismas opiniones. Toda la vida incapaz de responder que NO, ninguno de esos adjetivos era la clave de mi carácter. Sí, soy callada, la fiesta está dentro de mi cabeza más que fuera y puedo ser bastante tímida, pero la razón es que soy introvertida, al igual que gran parte de la sociedad que valora más su tiempo a solas y se consume con la presencia de los demás. No me siento reflejada en todos los rasgos que se atribuyen a los introvertidos y hay muchas excepciones a las reglas, pero encontrar mi palabra me hizo valorarme y quererme así. ("Finlandesa" ya me había ayudado, la verdad).

La segunda es de reciente descubrimiento y venía necesitando muchísimo llegar a ella. No se trata de una cualidad en sí, sino de un sentimiento que no conseguía nombrar: el "desarraigo"

El desarraigo es un estado de alienación o pérdida del sentido social y vital. Cuando uno emigra (y soy consciente de que yo no he emigrado porque no me he tenido que ir a vivir totalmente fuera de mi cultura), cambia el hogar (con sus tamaños, proporciones y organización), cambian las relaciones inmediatas, cambian las rutinas diarias, el paisaje, a veces la lengua y las costumbres, el clima, el mapa sonoro. Se impone un período de adaptación más o menos largo, se impone la separación del anclaje anterior.

A veces pienso en cuando vivía en Villaverde Bajo, en Madrid, y no me encuentro; no sé bien quién era, no recuerdo el ascensor de mi edificio y se me ha olvidado el número de mi autobús, y toda esa rutina que durante un curso entero realicé por inercia ya no existe ni en la memoria. Y, con los detalles, es como si perdiera partes de mí.

Cuando me compré, hace nada, mi primer coche propio, sentí un gran alivio al pensar que por fin tenía algo mío, un techo, aunque no se tratase de una vivienda. Y no es porque quiera comprarme una casa a toda costa, ¡ningún problema con el mundo del alquiler!, pero sí que necesito echar raíces. Es un deseo que me surge de la barriga, de lo más profundo. Hay raíces que salen de mí y empiezan a bucear en la tierra cada vez que me engancho a un sitio, y que se pudren siempre que toca marcharse y volver a empezar.

Los psicólogos reconocen el desarraigo como una fase de duelo, como si acabáramos de enterrar un yo anterior (ya que es verdad que una parte de nosotros ya no vuelve a ser igual). Se empezó a usar el término para referirse a los exiliados, a aquellos a los que no les quedaba otro remedio, pero el mundo avanza y en sociedades como la española actual tampoco es infrecuente que la gente se mueva a otros lugares para poder trabajar.
Este duelo suele implicar sentimientos de inseguridad, nostalgia exagerada, apatía, desorientación, soledad. Uno se encuentra en un lugar nuevo, inexplorado, sin la red de seguridad que supone el entorno conocido, sin raíces que lo sostengan en ese nuevo espacio.

Se habla de distintos tipos de desarraigo, que suelen ir de la mano: el desarraigo social (perdemos el contacto diario de tú a tú con amigos y familiares), el desarraigo cultural (llegamos a sitios con costumbres distintas y perdemos la cercanía con las nuestras), el desarraigo familiar (esa cierta dosis de dependencia que existe siempre en los vínculos familiares se ve expuesta a la exigencia de la autonomía) y el desarraigo laboral (nuevas formas de hacer las cosas, nuevas reglas, nuevas rutinas y espacios que desequilibran aquello que ya habíamos aprendido o asumido). Todas, todas las he experimentado. Y todas han sido bofetadas, y lo son, y lo serán porque la situación no cambia y las consecuencias no se atenúan. 

El desarraigo me ha provocado ansiedad. También me ha hecho más fuerte y me ha obligado a enfrentarme a mis miedos. Ha acarreado cosas buenas, me ha ayudado a madurar y a valorar mis propios pasos como nunca lo había hecho, me ha permitido conocerme; pero también se ha traducido en digestiones complicadas, crisis de respiración que prefiero olvidar y muy pocas relaciones estables. 

Evidentemente, todo lo que estoy contando suena muy dramático y hasta da la risa que lo explique, cuando tengo a mi alrededor casos de personas que han tenido que emigrar a otro continente o de otras que han sido desahuciadas y no tienen nada. Pero son sentimientos y son así. Y el caso es que no he encontrado a nadie en el camino que haya tenido que arrancarse de los sitios con la frecuencia o tantas veces como lo he tenido que hacer yo. Mis compañeros interinos de los diferentes centros, para bien o mal, suelen tener domicilio fijo y pierden las horas que sea en carretera con tal de no pasar por el desarraigo; yo he elegido de forma consciente no desperdiciar horas de día al coste de mudarme todo el tiempo. No hay opción buena, las dos se llevan nuestra salud. Lo que sí he llegado a ver es que es difícil ponerse en mi piel.


Las etiquetas pueden ser una mierda porque pueden limitar. Podemos verlas como algo inamovible y que tiene tantos matices que es imposible escapar de ellas. Sin embargo, a veces la barriga nos pide que simplifiquemos y nos pongamos una para, de alguna manera, vomitar lo que sentimos. 

León Felipe hablaba de ser romero, de pasar por las cosas una sola vez y no dejarlas hacer callo. Y yo soy romero cuando lo soy por voluntad, pero la emigración impuesta es siempre dura. Aunque sea en tu propio país. Porque de Mondoñedo a Betanzos he cambiado de lengua, de modelo social, de paisaje y de vecinos. Porque de Ourense a Parla mi visión del mundo se alteró por completo al chocar de frente con la maravilla que es el crisol cultural español. 

Que sea una elección no la hace gratuita. 

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