miércoles, 8 de abril de 2020

La vista

En el mes de febrero, me pasó algo importante. Me subí al coche, como tantísimas otras veces, y me dejé llevar sin saber muy bien adónde iba. Tomé la Carretera de Castilla hasta mi rotonda habitual de ir a trabajar y me desvié hacia la zona de Catabois. No recuerdo si paré a desayunar en la cafetería Valencia, cosa que hago a menudo; el caso es que de esa zona continué hasta la AG-64, que conecta Ferrol con Vilalba. En un primer momento, planeaba terminar en su mismo final y encontrarme tras un par de años con la capital de la Terra Chá; pero entonces se me cruzó la idea de seguir la A-6 hasta Baamonde, adonde había querido ir el año pasado y al final no lo había hecho.

No sabía nada de Baamonde, sólo un par de pinceladas cruciales: la existencia de una bella área fluvial y que estaba en Lugo. Lugo, con lo muchísimo que aún me queda por conocer, es sin duda mi provincia gallega favorita. Verde como ninguna, cargada de contrastes paisajísticos y más rural que las demás. Empecé a descubrirla de verdad el curso que pasé en Mondoñedo y deseo poder seguir haciéndolo. 
Total, que llegué a Baamonde y aparqué junto a la rotonda y al Café-Bar A Rotonda. Abrí Pokémon Go y me dirigí hacia el punto más cercano donde había un gimnasio: la iglesia del pueblo. Y, al llegar a ella, vi una señal que indicaba que la perpendicular de la derecha llevaba hasta la Casa-Museo de Víctor Corral. No tenía ni idea de quién era Víctor Corral ni de qué tipo de museo era ese, pero decidí obedecer al cartel y avanzar pendiente arriba. 

Recuerdo que esa mañana estaba hablando con un amigo por Whatsapp. Le mandé una foto de la iglesia de Baamonde (gótica, preciosa) y me respondió que vaya vida: el finde anterior en Berlín y ahora viendo iglesias en mitad de Galicia. Después, cuando llegué al Museo y me di cuenta de que la puerta estaba abierta, le comenté que me había topado con un jardín increíble lleno de esculturas y que el propio escultor estaba saliendo a recibirme. Opinó algo de los bohemios solitarios en medio del campo y sé que no volví a responderle hasta más de dos horas después con un: "Ha sido increíble".

Víctor Corral llevaba un chaleco de plumas y una coleta plateada; me saludó desde la puerta y me dijo que viera bien el jardín, que después me enseñaría el interior. Mis expectativas iniciales apostaban más por una vueltecita rápida que por todo el tiempo que me dedicó el artista, que estaba en aquella casa acompañado por sus gatos. Si el jardín se hallaba lleno de sorpresas y detalles, el viaje por el interior fue inolvidable. Víctor Corral me tomó de la mano y, con esa cercanía física perenne, me fue contando la historia de cada pieza y a la vez su propia vida. Me habló de cuando era deportista, de la vida en la Terra Chá más ganadera, de los años en Barcelona y en Suiza, de toda una vida al lado de su mujer y de sus hijas y nietas. Cada frase que pronunciaba era valiosa, como si disparara metafísica sin cesar. Mientras me explicaba los materiales utilizados en cada pieza (la mayoría de sus esculturas están hechas de madera, muchas de ellas respetando la vida del propio árbol), iba reflexionando sobre la poesía, sobre el amor, sobre el respeto por los animales, sobre Dios. 

Lo último que me enseñó, después de también hablarme de las piezas que ya había visto en el exterior, fue la capilla. La construyó él mismo y me hizo saber que mucha gente llegaba y se arrodillaba y lloraba; que había incluso cierta peregrinación a ella. Tampoco me cupo duda, ya que todo el lugar era extremadamente místico; como cuando estás en una iglesia. Recordaba más a los templos que recorrí el verano pasado en Japón: recintos naturales con altares diversos integrados en el medio, profundamente conectados con él. El jardín de Víctor Corral estaba vivo, los gatos dormían en las esculturas y se limaban las uñas en ellas, al fondo se oteaban los montes del sur.
La capilla exhibía una pintura de su hija y una nueva sensación de paz. Me habló de alguna misa realizada en ella y de la devoción de muchas personas que se la encontraban en pleno Camino de Santiago. De cómo se emocionaban y de la cantidad de tiempo que algunos pasaban rezando. Yo, aunque lo había evitado hasta entonces, decidí reconocer en voz alta que era atea. Y él me cogió otra vez de la mano y me respondió: "Aunque seas atea, de vez en cuando reza".

Que la experiencia fue poderosa e inspiradora lo supe desde el mismo momento en que estaba sucediendo. Lo que no podía prever era la situación en la que me iba -nos íbamos- a encontrar sólo dos meses más tarde y cómo ese torrente de sabiduría iba a volver continuamente a mi cabeza para ayudarme. Rezar. Cerrar los ojos y hablar con todo aquello que es más grande, más poderoso que nosotros. Reconocer cada aspecto de un universo que excede con mucho la comprensión que tenemos de él. Valorar el regalo que es estar aquí, entre las infinitas posibilidades de no haber nacido nunca; canalizar la angustia compartida ante una de tantas situaciones que están para recordarnos lo que somos y el lugar que ocupamos. Para darnos un toque de atención, quizá. Escuchar. Sentir.

En el mes de febrero, me pasó algo importante. Aprendí a mirar mejor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Al comentar en este blog, manifiestas conocer y estar de acuerdo con la Política de Privacidad del mismo.