jueves, 23 de abril de 2020

Las guerras de los últimos lobos



Hay un viaje a la nostalgia inseparable del tiempo libre, tal vez porque libre era el tiempo en aquella época de la nostalgia.

Los grandes descubrimientos de la vida, los que nos configuran en las raíces de la adultez y de alguna manera nos dirigen hacia el futuro, suelen nacer en la adolescencia; esa etapa de metamorfosis física y emocional, de no entender nada de uno mismo ni del entorno, de dejar de reconocernos para conocernos de nuevo. 

Adolescencia lugar de realidad, lugar en el que una parte importante de nosotros sigue estando siempre porque fue el momento en que nacimos. Adolescencia oasis, adolescencia recurrente. 

Ayer vi, llevaban semanas pidiéndomelo las entrañas, las OVAs Tsuiokuhen de Rurouni Kenshin, aquellos cuatro episodios donde se narraban su vida pasada y el drama de su primer amor. Aquellas OVAs, una suerte de película en sí misma, me habían arrancado muchísimas lágrimas hacía años; y deseaba con todas mis fuerzas reencontrarme con la serie de mi vida, con el personaje de mi vida. 

Si Rurouni Kenshin para mí es su manga y todo lo otro está bien pero no a la altura, Tsuiokuhen es una delicia que se puede colocar en el mismo estante que los cómics. La animación no ha envejecido nada, la banda sonora continúa siendo excelente y haciéndome llorar. El retrato del joven Kenshin ubicado en una espiral de muerte y el de una Tomoe que tiene voz y fuerza siguen siendo poderosos. 

Y entonces, mientras me maravillaba nuevamente con sus escenas, pensé en algo que leí hace un tiempo.
En 2017, una noticia relacionada con Nobuhiro Watsuki (autor de la obra original) nos heló a muchos la sangre. Había sido detenido por posesión de grandes cantidades de pornografía infantil y se había declarado culpable y reconocido que disfrutaba con ese tipo de material. 
Y Nobuhiro Watsuki no era sólo un autor. Nobuhiro Watsuki era la voz que guiaba cada instante de la historia más importante de mi vida. Era un montón de páginas extra donde contaba cosas de su día a día y explicaba cómo se le habían ocurrido los personajes y de dónde había sacado inspiración. Nobuhiro Watsuki era el "happy ending" que defendía en sus digresiones sobre Kenshin como conclusión indispensable para su personaje.

Lo de 2017 sucedió en la época del #metoo, en la época de la "cancelación"; en este caso, con pruebas y con una admisión de delito. Y qué tipo de delito.

En mitad de aquella vorágine de mensajes cargados de decepción, hubo un tuit que se me abrió paso y que expresó con precisión los sentimientos que todavía no había querido traducir: no recuerdo las palabras exactas y no podría volver a localizarlo, pero el chico que lo escribía se preguntaba cómo podría encajar la figura de un consumidor de porno infantil con la de alguien cuya obra suponía una de las bases fundamentales  de sus propios valores como persona. 

PAF. En toda la cara. Tan real. La cantidad de aprendizajes que he sacado de esa obra es infinita. No sé cómo saldría una medición, si pudiera hacerse, del porcentaje de mis principios y valores como persona que debe su existencia a Rurouni Kenshin. 

Rurouni Kenshin llegó a mí quién sabe cuándo, en un verano a los doce o trece años. Cuando descubrí el manga, dejó de interesarme una versión animada que era buena (y a la que guardo mucho cariño), pero estaba desnatada. Adolescencia. Época de destrucción y reconstrucción. De búsqueda de nuevos pilares. 

Rurouni Kenshin me hizo mejor persona. Un samurái ficticio se convirtió en una suerte de maestro vital que, a día de hoy, dos décadas más tarde, aún acude en mi rescate en ocasiones. AÚN me hace mejor. 

Y ahí está toda esa gente horrible que se encuentra detrás de algunas de las obras que nos han marcado, emocionado, mejorado. Ahí están todos esos autores que eran o son personas perversas y que no querríamos encontrarnos por el camino; y, al lado, sus obras, maravillosas, imprescindibles, Biblias para nosotros e inarrancables de nuestro desarrollo porque son un miembro más en nuestro organismo y hemos echado ramas a partir de ellas. 

La cruz, en Japón, no fue tal. En Japón se cuelgan cruces insoportables y se cancela de forma fulminante por un porro, por una aventura amorosa, por un vídeo sexual; los cómics de Rurouni Kenshin siguen estando en las librerías y la continuidad de las nuevas entregas que estaba sacando, aunque se vio frenada, tampoco se ha descartado. Y ahí estaría Nobuhiro Watsuki, culpable de un delito relativamente nuevo en un país donde la pedofilia no es una cosa tan rara ni tan reprochable como en el mundo occidental; alguien capaz de escribir obras cargadas de poder moral y que se excita con vídeos de niñas de once años. En aparente contradicción, tal vez no tanta si profundizamos un poco en la sociedad que la genera. ¿Una mala persona? Es tan horrible y relativo.

¿Qué hacemos con las obras que ya no nos podemos arrancar? ¿Cancelamos una parte vital de nosotros? 

Ayer pensaba en esto mientras me embriagaban los olores de Tsuiokuhen. Pensaba en esto mientras lloraba con un cuento que nunca dejará de dolerme porque lo que es uno mismo siempre duele. 

Pensaba en esto y dedicaba el resto de la noche a escuchar las canciones perfectas de Taku Iwasaki, a reflexionar sobre personajes, arcos, frases que llevo a fuego en los huesos. 

Y amaba, y amaba, y amaba.

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