jueves, 14 de mayo de 2020

Romas


¡Qué difícil, como persona escribiente, me parece eso de transmitir un contexto concreto con precisión! ¿Cómo dar con las teclas justas para que el lector aprehenda la esencia del sitio?
No creo que haya unas pautas concretas ni algún ingrediente oculto. Hay obras donde ese efecto se consigue por medio de descripciones minuciosas de los atributos físicos, otras donde se dan cuatro pinceladas generales y uno ya se siente ahí. 

Estos días estoy sumergida en varios sitios distintos. El que más tiempo me ocupa es Japón, el Japón de la segunda mitad del siglo XIX, que tanto me ha interesado y absorbido desde hace años. Además de volver a ver las OVAs y el anime de Rurouni Kenshin (hasta la parte donde se desvincula del manga), estoy releyendo los cómics y sintiéndome en mi casa. También ando a vueltas con un libro de mi viejo amigo Romulus Hillsborough, lleno de historias de la época, y con todo artículo o fragmento que se cruza en mi camino abordando ese mismo momento del final de la era Edo y arranque de la Meiji. Cuando leía estas cosas con dieciocho años no había adquirido el conocimiento que tengo ahora de la sociedad nipona y, además de aprender de historia, estoy sacando muchas cosas en claro de cómo funciona estructuralmente el Japón actual.
Estoy también embarcada en muchos otros mundos a los que el cine me está llevando: parajes desérticos de la India, el corazón de Estados Unidos, un Eroski en Muros (A Coruña)...; y en otros relacionados con las letras: la Inglaterra de Christopher Marlowe y Roma.

Y Roma es la que me tiene escribiendo ahora. La visité en 2012, apenas eché cinco días, pero a día de hoy sigo conservando un plano mental que (creo que) me permitiría moverme por ella sin problemas. La paseé al detalle, fue uno de esos viajes de visitar bastante y exprimir el sitio. 
No había vuelto a ambientarme demasiado en ella hasta que se me ha colado en la estantería de Goodreads un librito que no esperaba leer, pero que me ha hecho ilusión. Como todo el mundo, a Hans Christian Andersen le conozco por sus historias infantiles; infinidad de veces me he perdido en la melancolía descorazonadora de sus cuentos. Sin embargo, y aunque he leído sobre él y  amado sus relatos, no había leído ninguna novela suya. 
Nórdica Editorial cuenta en su catálogo con un libro de Andersen que me llamó poderosamente la atención en cuanto lo localicé. Primero, por ser de él. Segundo, por considerarse en gran parte autobiográfico. Tercero, por titularse El improvisador.

El nudo de la novela aparte, en el breve 15% que habré leído hasta ahora, una cosa ha logrado Andersen desde el primer párrafo: llevarme a Roma. A una Roma un poco distinta, pero ya decorada como yo la he conocido. Y el narrador, hablando de cuatro sitios significativos desde la boca de un niño de Iglesia, ha conseguido que me sienta completamente allí. Caminando por la Via del Corso, contemplando el obelisco de la Piazza del Popolo, durmiendo bajo las arcadas del Coliseo. 
La inocencia como recurso para llevarnos allí.

Estaba pensando en algunos libros (y cómics) que han conseguido trasladarme a lugares sin permitirme escapar de ellos ni por un segundo mientras leía. 

X/1999, obra maestra (e inacabada) del cuarteto mangaka CLAMP, me llevó a Tokyo. De esto fui especialmente consciente cuando por fin pisé la capital nipona: la conocía tan bien. Y la conocía bien gracias a muchísimos años de documentación y de consumir ficción basada en ella, pero paseándola pensaba mucho en X. En cómo una obra apocalíptica de fantasía aparecía en cada callejuela y en cada atardecer. Paseando por Tokyo, meditaba muchas veces: "No me extraña que inspire todas esas historias". La sentía una especie de Babilonia (el título de Tokyo Babylon no es fortuito), una suerte de Pandemónium de John Milton. X/1999 me hizo comprender el corazón de Tokyo y el día que por fin apoyé mis pies en ella ya la conocía.

Marina, de Carlos Ruiz Zafón, me hizo deducir una Barcelona que ahora es la que veo cuando la visito. La Barcelona de las colinas y los gatos que deambulan por los patios de las casas y la ópera y la magia. La Barcelona que es un sueño gótico disfrazado de poesía. 

El viaje americano, de Ignacio Martínez de Pisón, me llevó al Hollywood de Charlie Chaplin, coexistente en el tiempo con el arranque de la Segunda República española; a la forma de ver ese mundo de unos personajes españoles en el exilio del cine, del glamour, de las revistas, del romance con clase. 

The summer book, de Tove Jansson, instaló en mí un verano de la infancia en la soledad de una isla deshabitada, coloreado por las frustraciones y ensoñaciones de una niña en lo callado.

Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson, me guió por quién sabe qué pueblo y quién sabe qué mansión chunga llena de gente más chunga aún.


Andersen me lleva a Roma. A una Roma distinta de la actual, pero muy parecida. Una Roma que sólo tiene un corazón, pasen los siglos que pasen. Una Roma esculpida con los mejores cinceles, coloreada por ocasos anaranjados, abrigada por la canícula más despiadada. Una Roma envuelta en imágenes religiosas, en canciones, en poemas, en improvisación en los escalones de la Fontana di Trevi, en las peleas aún audibles entre Bernini y Borromini.


¡Qué difícil, como persona escribiente, me parece eso de transmitir un contexto concreto con precisión! ¡Qué maravilla, que una obra de ficción te impida estar en ningún otro sitio que el que pinta! 


2020 nos ha prohibido viajar, pero siento que no he dejado de hacerlo. Y qué gran suerte, poder viajar tan ligero.

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