viernes, 5 de junio de 2020

Not Zero - Rurouni Kenshin en 2020


Asumiendo como inevitable que durante los próximos días me vaya a repetir como el ajo, intentaré soltar toda la espuma espontánea y desordenada ahora. Esta entrada es la del llanto que acompaña a un nuevo cierre, éste especial a causa de la situación y del tiempo que había transcurrido desde el anterior, de la obra de ficción más importante de mi vida.

Año 2002 o 2003. Rubemá nos hacíamos llamar mis amigos Rubén, Mai y yo. Nos regalábamos dibujos unos a otros, hablábamos por teléfono durante horas nada más salir del colegio donde habíamos estado todo el día juntos y quedábamos durante el recreo en la biblioteca para escribir el diccionario de nuestro propio idioma. Sí, sí, nuestros compañeros también nos tachaban de raritos.
Digimon está muy claro porque fue punto de encuentro, pero tengo dudas sobre otras obras que quizá ya estaban con nosotros o a lo mejor llegaron más tarde. Tampoco sé muy bien quién fue el del descubrimiento y la idea... En mi ciudad, había una tienda de cómics, oasis otaku que por entonces, a nuestros trece años, nos parecía una cosa loquísima. Nunca habíamos entrado en un sitio así y durante los cursos siguientes, hasta que echó el cierre, cada vez que entraba en ella el dependiente me contaba qué cosas nuevas les habían llegado de Rurouni Kenshin.
Total, que con trece años fuimos una tarde a comprar manga. Y llegamos a tiro hecho: queríamos la versión en papel de las tres obras que más nos obsesionaban. Cada uno compramos un tomo y, por alguna razón, esta tontería me resulta bastante manga en sí. Rubén compró Fushigi Yuugi. Mai compró Saint Seiya. Yo compré, no hace falta que lo diga, Rurouni Kenshin.
Ahora me estoy acordando de que aquella tarde, en realidad, nos estábamos saltando las clases de refuerzo y luego nos encontramos con la profesora en la Alameda. 

Tengo muchos recuerdos de esa época. Los primeros son de aquel mismo día: Rubén pidiendo los cómics en la tienda y nosotras muertas de vergüenza detrás; Mai y yo sentadas después en la Alameda descubriendo que los manga se leían del revés. A partir de aquel momento, cada viernes al salir de clase nos íbamos disparados a Mazinger, que así se llamaba nuestro oasis. Recuerdo aquella figura de Okita que el dependiente me quería encasquetar y al final nunca compré. Recuerdo que muchas de mis amigas, que jamás se habían acercado a nada relacionado con el manga o el anime, se tragaron los primeros tomos por lo pesada que me ponía. Recuerdo cómo establecimos un sistema de rotación por el cual los tres, Rubemá, nos leíamos las tres series al mismo tiempo: comprábamos el tomo que tocaba y luego lo pasábamos a los otros dos, por turnos. (Esto lo repetimos después con otros títulos y con otras personas).

Cuando escribí mi entrada sobre Tsuiokuhen, hace un mes, mencionaba toda la controversia de Nobuhiro Watsuki y cómo las redes sociales se llenaron en 2017 de mensajes de repulsa y decepción hacia el autor. Y también mencionaba un tuit que se abrió paso hacia mí y dio justo en la diana: un chico, fan de años de Kenshin y sin duda tan enamorado de la obra como yo, se preguntaba cómo iba a poder cancelar un manga que suponía los cimientos mismos de sus valores como ser humano

Aunque siempre había sido consciente de la impronta tan bestia de Kenshin en mi personalidad y en mi forma de ver el mundo, el hecho de que alguien más lo expresara me hizo verlo con completa claridad. Porque los valores de una persona vienen desde el día 1, empiezan a desarrollarse en la infancia, pero con esa base llegamos a la adolescencia capaces de analizar, criticar y agarrar los que nos sirven o no e incluso desarrollar otros nuevos. Y Kenshin llegó en mi adolescencia, una mañana de verano que tropecé con el anime y ya no pude parar hasta conseguir la versión en papel: el verdadero amor de mi vida.


He vuelto a Kenshin muchas veces a lo largo del tiempo, sigo teniendo mi colección de entonces que por tantas manos pasó y conservo un sinfín de anécdotas relacionadas; la más creepy, quizá, la de aquel amigo que tenía a distancia (Kenshin21, ojo; yo tenía 15-16), un chico asturiano que me enviaba un montón de regalos por correo y que ahora recuerdo con mucha suspicacia. Sin embargo, y aunque nunca ando muy lejos de sus páginas, no soy capaz de ubicar la última vez que había leído la obra entera. Seguro, antes de irme a Madrid, lo que querría decir que como poco habían pasado siete años hasta que al fin he regresado. Y esta distancia tan grande me ha permitido volver a sorprenderme con muchas cosas, emocionarme muchísimo con otras por tener los hechos lejanos, implicarme por completo en la lectura. Me he reenamorado tanto, tanto de los personajes que, obviamente, escribo todo esto mientras se me caen los lagrimones.

Leer Rurouni Kenshin en 2020 es revelador. Me ha llevado de vuelta al tuit de los valores y ha puesto sobre la mesa no pocas cartas que me explican cómo gracias a una obra de manga he llegado a ser yo. Ha desenvuelto una ristra de hábitos sociales y comportamientos que hoy puedo ubicar a la perfección dentro de la mente japonesa porque hoy traigo mucho más aprendizaje a mis espaldas. Se ha mostrado ante mí como una evaluación perfecta de lo que fueron en la historia de Japón el final del shogunato Tokugawa, con ese sangriento y apasionante Bakumatsu, y el arranque de la Modernidad con una Meiji débil y llena de fantasmas. Me ha dado lecciones de narrativa, de desarrollo de personajes (la obra en sí es un viaje de redención junto a su protagonista, que arranca con la figura del vagabundo que no tiene meta y explora su naturaleza como samurai caído -la casta samurai murió con el Bakufu-, como antiguo asesino en las sombras para Choshu, como hombre sin raíces que se pasa diez años de su vida en busca de una respuesta a su propia existencia), del uso del blanco y el negro y los espacios en un dibujo absolutamente expresivo y expresionista. 

Leer Rurouni Kenshin en 2020 es leerme a mí en 2002-2003, leerme a mí en 2005, leerme a mí a través de los años y entenderme mejor. 

Leer Rurouni Kenshin en 2020 es entroncar con una cuarentena que me ha obligado (en realidad, lo elegí) a pasar todo mi tiempo conmigo misma y ayudarme, precisamente, a verme. 

Leer Rurouni Kenshin en 2020 es volver a asombrarme por cómo de palpable es el amor que tenía Nobuhiro Watsuki por sus personajes, a los que permite ocupar las páginas que merecen, crecer, explicarse, encontrar la paz y ser ellos mismos hasta el final.

Hay una frase que dice Aoshi en la recta final del manga y que lleva conmigo desde entonces, volviendo a salir cada vez que me encuentro ante algo que me ahoga en un vaso (lo cual pasa a menudo; gracias, ansiedad): No es cero. Y, en 2020, la encuentro más cierta y reconfortante de lo que nunca lo he hecho porque, si me siento un bote a la deriva en un mundo con mareas desbocadas, todavía queda mucho blanco en este gris.


He intentado que el caos de las emociones se quedara en esta entrada para que no salpique las que vienen, pero no (me) prometo nada. Voy a escribir más sobre Kenshin porque tengo mucho que decir al respecto. 

Porque, como he dicho al inicio, es la obra de mi vida.

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