A lo mejor soy emocionalmente fuerte y no lo sabía. No porque lleve a mi espalda un gran número de vivencias potentes, sino porque sentir las pequeñas como lo hago y aun así ser capaz de empezar de cero una, y otra, y otra vez con los finales que ello conlleva, tiene su mérito.
Mi vida es un uróboros, un and zero. Y yo enraízo en los sitios como una uña de gato, y a pesar de ello soy capaz de preparar mis maletas cada junio con la disposición de que habrá otra siguiente.
Supongo que, aun en el caso de que mi alumnado no hubiera sido especial y memorable, la sola circunstancia deja una marca más profunda que si sólo se tratara del final de un curso más en un colegio más.
Ha sido mi año de ser verdaderamente maestra, con las funciones de educadora, cuidadora y mamá muy acentuadas; y las de burócrata lamentable haciendo también acto de presencia.
Ha sido mi año de tener que arrancar mis raíces con mucha pena para poder seguir creciendo en otro sitio.
Y al final el mundo funciona así, la gente llega y se va, todo sigue su curso.
Y, aunque me gusta esta vida de oasis nuevos y despegues constantes, hay un pequeño trauma que se genera cada vez y se suma a mi colección de pequeños traumas.
Mientras pensaba todo esto, iba escuchando el nuevo disco de Shinedown y me invadía una paz muy calmante que se mezclaba con el drama personal en un cubata incoherente. No sé si alguna vez se les llega a dar sentido a estas cosas o si permanecen como piezas de formas raras que no pueden encajar.
Mientras me aseguraba varias veces de que todas las puertas quedaban bien selladas en mi querida escuela de colorines, me he dicho a mí misma que soy fuerte porque me permito engancharme y me permito dejar ir. Y luego me he acordado de un texto que publicaba hace días Amanda Palmer y he entendido que a lo mejor lo que me pasa es que yo también soy Sonu.
Todo está bien, por sistema.
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