martes, 11 de agosto de 2020

La desaparición de los rituales: comunicación sin comunidad

Uno se escucha hablar, ante todo, a sí mismo.

Si un autor se ha colado en mis estanterías de forma masiva en los últimos años, ése es Byung Chul-Han. Su filosofía me picó la curiosidad gracias a aquella famosa cita que decía que el ser humano actual se explota a sí mismo y lo llama realización, y desde entonces vuelvo a él continuamente.
Hay una lucidez tan bestia en su forma de reunir cada pequeña pieza de la decadencia social actual y crear una narrativa con sentido, que es fácil dejarse hipnotizar. Tampoco creo que los pasados que evoca generaran seres humanos mucho más felices, pero como diagnóstico el discurso de Han es certero y hasta doloroso. Ojalá también pudiera prescribir un tratamiento efectivo.

Después de la pequeña decepción que supuso para mí La agonía del eros (que no aportaba nada nuevo sobre lo anterior que había leído del autor), era preciso tomar un nuevo volumen y esperar el reencuentro con su genialidad; La desaparición de los rituales ha supuesto, en efecto, regresar a la fascinación y la apertura de sendas de reflexión sobre quiénes somos y qué nos aleja del bienestar.


Aunque ya en otras obras aparecía la noción del valor cultual de los actos, La desaparición de los rituales se mete de lleno en este tema y se articula en torno al concepto de rito: una costumbre que se repite de forma periódica e invariable
En una sociedad que se ha apartado de la religión y del arraigo tradicional que la acompañaba, esas convenciones han ido perdiendo fuerza y ya no pautan nuestras vidas. No parece, a priori, algo de gran peso más allá de su valor cultural; sin embargo, Han se da cuenta de que los rituales cumplían una función humanizadora del tiempo y del grupo.

(Los rituales) transforman el estar en el mundo en un estar en casa. Hacen habitable el tiempo.(...)Al tiempo le falta hoy un armazón firme. No es una casa, sino un flujo inconsistente. Se desintegra en la mera sucesión de un presente puntual. Se precipita sin interrupción. Nada le ofrece asidero. El tiempo que se precipita sin interrupción no es habitable.

Ya en La sociedad del cansancio hacía el autor referencia a cuestiones parecidas cuando comparaba las sociedades democráticas con aquellos regímenes autoritarios que las precedieron en términos del esfuerzo mental que cada uno de estos modelos representaba para el ciudadano de a pie: sin detenerse en otros tipos de consideraciones, Han sí se atrevía a defender el valor ritual de la norma impuesta por convención. Para él, algo obligatorio sin cuestión posible es más ligero que un dilema. Por eso, el dogma y la religión son más cómodos y menos estresantes que decidir códigos morales individuales.
El valor de los ritos radica, precisamente, en ese desembarazo, ya que todo viene decidido de antemano y tan sólo tenemos que participar de acuerdo a las reglas. Los rituales serían descanso, antónimo de estrés.

La actual presión para producir priva a las cosas de su durabilidad. Destruye intencionadamente la duración para producir más y para obligar a consumir más. Demorarse en algo, sin embargo, presupone que las cosas duran. No es posible demorarse en algo si nos limitamos a gastar y a consumir las cosas. Y esa misma presión para producir desestabiliza la vida eliminando lo duradero que hay en ella. De este modo destruye la durabilidad de la vida, por mucho que la vida se prolongue.

La sociedad de la información, altamente influenciada por la imagen, es una sucesión inagotable de datos. Somos bombardeados continuamente por nuevas informaciones que nos impiden detenernos en ninguna de ellas porque a cada una la sigue otra posterior. 

Lo nuevo enseguida se banaliza convirtiéndose en rutina. Es una mercancía que se consume y que vuelve a desencadenar la necesidad de lo nuevo. La presión para tener que rechazar lo rutinario genera más rutina. (...) Frente a las ilusiones de una vida intensa se trata de pensar sobre otra forma de vida que sea más intensa que el continuo consumir y comunicar.

Perdemos sensibilidad. Perdemos la capacidad de parar, contemplar, aspirar. La vida, reflexiona Han, se torna una suma de acontecimientos sin que ninguno de ellos se demore, sin que encuentren conclusión alguna. Los ritos ayudaban a pautar el tiempo, a darle sentido, a estructurarlo. Sin rituales, el tiempo simplemente fluye y se convierte en una adición sin paradas y sin sentido.
No ser capaces de detenernos en nada, de permanecer en nada, genera también altas dosis de narcisismo y esa imposibilidad de salir de nosotros mismos es la génesis de la depresión.

Con el exceso de apertura y de eliminación de las fronteras que imperan en el presente vamos perdiendo la capacidad de cerrar que habíamos aprendido. A causa de ello la vida se vuelve meramente aditiva. (...) Solo un demorarse contemplativo es capaz de clausurar. La enorme afluencia de imágenes e informaciones hace imposible cerrar los ojos. Sin la negatividad del cierre se produce una inacabable adición. (...) Nada es definitivo ni concluyente.

El diagnóstico que Han realiza asegura que padecemos de una positividad excesiva. El acceso indiscriminado a toda información, la globalización que deslocaliza los lugares y los homogeneiza, convierten el mundo en una Pangea sin fronteras donde se diluye la diferencia; las propias tendencias de pensamiento políticamente correcto buscan de forma activa la normalización, que no es sino asimilación. Para Han, sin diferencia no puede haber identidad (ni tolerancia) y por eso la sociedad que tanto exige la autenticidad individual no puede encontrarla: el mundo global pierde la capacidad para aceptar y respetar la diferencia. 
Si perseguimos que la diferencia se normalice, esto es, que se diluya para que pase a formar parte de lo igual; la estamos condenando a desaparecer y nos estamos condenando a no tolerarla.
¿Cuántas veces nos mordemos la lengua para no lanzar opiniones que sabemos que no encajan bien con la censura posmoderna? Lo totalitario esclavizaba y condenaba la disparidad; el exceso de positivismo la transforma en igual y con ello vuelve a enviarla al punto de partida. La cultura es una forma de cierre

Si, como sucede hoy, el reposo se pone en relación estrecha con el trabajo al entenderlo como descanso de él, pierde su plusvalía ontológica. Entonces ya no representa una forma existencial autónoma y superior y degenera en un derivado del trabajo. (...)La producción acapara incluso el reposo, degradándolo a tiempo libre, a pausa para hacer un descanso. (...) El tiempo libre es para algunos un tiempo vacío, que provoca un horror vacui.

Han encuentra que en el neoliberalismo está el origen de la explotación de uno mismo y el asesinato del juego como opuesto a trabajo. Reivindica el papel primordial que el reposo y la contemplación deberían jugar en la vida humana, como así lo hacían en las sociedades clásicas. Habla de los orígenes de la universidad como opuesto absoluto a los centros de formación profesional en los que ha derivado; contrapone la libertad del siglo XXI con la soberanía donde uno es dueño de sí mismo al opinar que hoy no somos más que esclavizadores y esclavos de nosotros mismos tanto en lo laboral, como en el imperativo de hacer y mostrar, hacer y mostrar, hacer y mostrar. Una cultura de Instagram que en nada se asemeja a la soberanía del propio ser, un culto a la supervivencia que desconoce lo que es vivir y que por tanto no encuentra paz en la muerte.

El consumo de la emoción intensifica la referencia narcisista a sí mismo. (...) También los valores sirven hoy como objeto del consumo individual. Se convierten en mercancías. (...) Los valores morales se consumen como signos de distinción. Son apuntados a la cuenta del ego, lo cual hace que aumente la autovaloración. Incrementan la autoestima narcisista. A través de los valores uno no entra en relación con la comunidad, sino que solo se refiere a su propio ego.

Como expresaba en La sociedad de la transparencia, Han insiste de nuevo en lo que denomina pornografía: esa apertura completa de nosotros mismos como si fuéramos un escaparate. El exhibicionismo no se da sólo a través de la desmesurada cantidad de fotografías propias que compartimos en las redes sociales, sino también en la forma que tenemos de relacionarnos: cuando le explicamos al otro todo lo que pensamos y sentimos, cuando la relación es prácticamente un contrato donde ambas partes firman unas bases consensuadas, se pierden el misterio y la seducción. 
Desnudamos nuestras emociones y hasta nuestros valores y los convertimos en productos: los vendemos para reafirmar nuestro propio ego.

El hombre es un ser locativo. Solo el lugar hace posible el habitar y la estancia. (...) Resulta destructiva la total desubicación del mundo a causa de lo global, que elimina todas las diferencias y solo permite variaciones de lo mismo. (...) Por eso lo global engendra un infierno de lo igual.(...)Los turistas recorren no-lugares vaciados de sentido. (...)Haber visto es la versión consumista de relegere. (...) Ante las atracciones turísticas se pasa de largo. No dejan demorarse en ellas, no permiten ninguna estancia.

La imposición del viaje nos lleva a recorrer los sitios para haberlos recorrido. Para mostrar un certificado gráfico de haber visto, como quien sella etapas del Camino de Santiago. No nos detenemos, no llegamos a conocer los sitios. No somos peregrinos.
El mundo se transforma en un gran Museo que nos va ofreciendo un catálogo de puntos a tachar y pierde la propiedad de experiencia y el calificativo de lugar.

Lo poético es la insurrección del lenguaje contra sus propias leyes, J. Baudrillard. (...)Los poemas no tienen una verdad final. Los poemas juegan con las imprecisiones. No permiten una lectura pornográfica ni una nitidez pornográfica. Se oponen a la producción de sentido.

Tal vez la poesía represente la resistencia. No la poesía que se edita en la actualidad, literal y desnuda de juego, sino la poesía que es pura forma. La poesía que no se entiende porque no existe para entenderse.
La poesía que no está masticada, que no desborda significado porque el peso está en el ritual, en el significante.
La poesía que nos permite contemplar, parar, jugar con un fin únicamente lúdico.


Somos una cultura de la eyaculación precoz, J. Baudrillard.


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